Los viejos iquiqueños, es decir, los hijos del salitre, en un ejercicio estadístico no avalado por el Instituto del mismo nombre, dicen y se quejan al mismo tiempo, que en esta ciudad “no quedan más de veinte mil iquiqueños”. Enojados, a bordo de un taxi, o bien en los pasillos del Mercado Municipal, o en las gradas del Tierra de Campeones, enarbolan sus cifras a todos aquel que lo quiera escuchar.
Yo, estoy en desacuerdo con estos Hijos e hijas del salitre. Esos veinte mil iquiqueños que ellos y ellas arguyen, tienen relación con aquellos iquiqueños e iquiqueñas nacidos al amparo y la gracia de la explotación del salitre. Corresponden pues, a una etapa de la modernidad iquiqueña en la que esta ciudad se construyó gracias al aporte de miles de migrantes que llegaron con sus sueños a fundar una nueva utopía. Los Hijos del Salitre, son el producto del amor de esas miles de esperanzas. De allí, por ejemplo, los Carmona-Fistonic, los Lozán-Jiménez, los Aguilera-Sanquea, los Mandarelis-Gandolfo, y suma y sigue. El iquiqueño, nunca fue químicamente puro. El chango, en última instancia, tampoco lo fue.
Así como hubo Hijos del Salitre, también hay Hijos de la Anchoveta, son aquellos producto del boom pesquero de los 60. Corresponden a los hijos e hijas que nacieron en Iquique, cuando la ciudad empezó a poblarse después de las banderas negras. Son los “chamayitos” por decirlo de algún modo, cuyos padres llegaron atraídos por el “olor a progreso” que vomitaban las pesqueras en el ex-balneario de El Colorado.
Sin embargo, también están los hijos de la Zofri. Aquellos que nacieron bajo el resplandor falso o no, del oro de Taiwán. Al igual que los anteriores, llegaron en busca de la Nueva California. Sus hogares están ornamentados con la estética de esta actividad. Gozan de autos y de saca cuescos de aceitunas, de gobelinos y de compac disc. Son los “zofritos”, pero como ya lo hemos dicho, made in Iquique.
Finalmente, nacen los nuevos iquiqueños, entre turnos de siete por uno, producto de la nueva actividad minera, esta vez en las alturas, cerca de los Mallkus. Son los hijos de Doña Inés, que al igual que los enganchados de comienzos del siglo XX, llegaron a Iquique, encontrándolo feo, y llorando al partir. La guayaba, hace milagro, dice mi tía Electra.
Todos ellos, y cada cual a su modo, son iquiqueños. No le podemos pedir a los hijos de Doña Zofri o de Doña Inés, que vibren con la Semana del Salitre, tal como vibra don Luis Taboada. Pero, todos ellos sienten que viven en una tierra especial.
Le corresponde a la educación, a los medios de comunicación generar, en ellos, el puente que permita un diálogo entre todos los hijos de Iquique. El viento de la globalización nos pillará mal parado, si no tenemos los dos pies sobre la tierra. Somos mucho más que esos veinte mil. Y algunos hijos de doña Zofri o de doña Inés, son más iquiqueños que el más pampino. Conozco más de uno.
Yo, estoy en desacuerdo con estos Hijos e hijas del salitre. Esos veinte mil iquiqueños que ellos y ellas arguyen, tienen relación con aquellos iquiqueños e iquiqueñas nacidos al amparo y la gracia de la explotación del salitre. Corresponden pues, a una etapa de la modernidad iquiqueña en la que esta ciudad se construyó gracias al aporte de miles de migrantes que llegaron con sus sueños a fundar una nueva utopía. Los Hijos del Salitre, son el producto del amor de esas miles de esperanzas. De allí, por ejemplo, los Carmona-Fistonic, los Lozán-Jiménez, los Aguilera-Sanquea, los Mandarelis-Gandolfo, y suma y sigue. El iquiqueño, nunca fue químicamente puro. El chango, en última instancia, tampoco lo fue.
Así como hubo Hijos del Salitre, también hay Hijos de la Anchoveta, son aquellos producto del boom pesquero de los 60. Corresponden a los hijos e hijas que nacieron en Iquique, cuando la ciudad empezó a poblarse después de las banderas negras. Son los “chamayitos” por decirlo de algún modo, cuyos padres llegaron atraídos por el “olor a progreso” que vomitaban las pesqueras en el ex-balneario de El Colorado.
Sin embargo, también están los hijos de la Zofri. Aquellos que nacieron bajo el resplandor falso o no, del oro de Taiwán. Al igual que los anteriores, llegaron en busca de la Nueva California. Sus hogares están ornamentados con la estética de esta actividad. Gozan de autos y de saca cuescos de aceitunas, de gobelinos y de compac disc. Son los “zofritos”, pero como ya lo hemos dicho, made in Iquique.
Finalmente, nacen los nuevos iquiqueños, entre turnos de siete por uno, producto de la nueva actividad minera, esta vez en las alturas, cerca de los Mallkus. Son los hijos de Doña Inés, que al igual que los enganchados de comienzos del siglo XX, llegaron a Iquique, encontrándolo feo, y llorando al partir. La guayaba, hace milagro, dice mi tía Electra.
Todos ellos, y cada cual a su modo, son iquiqueños. No le podemos pedir a los hijos de Doña Zofri o de Doña Inés, que vibren con la Semana del Salitre, tal como vibra don Luis Taboada. Pero, todos ellos sienten que viven en una tierra especial.
Le corresponde a la educación, a los medios de comunicación generar, en ellos, el puente que permita un diálogo entre todos los hijos de Iquique. El viento de la globalización nos pillará mal parado, si no tenemos los dos pies sobre la tierra. Somos mucho más que esos veinte mil. Y algunos hijos de doña Zofri o de doña Inés, son más iquiqueños que el más pampino. Conozco más de uno.
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