Me han corregido en relación a los veinte mil iquiqueños que quedan. Un amigo más radical me dice que sólo quedamos dos mil auténticos hijos de estas tierras. ¿De dónde sacaste tal afirmación? Es fácil, agregó con cierto tono doctoral. Son los dos mil que siempre puntualmente, y pase lo que pase, van al estadio Tierra de Campeones. Pero doña Zunilda que yo sepa, no es iquiqueña y mete más bulla que orquesta sound. Lo mismo va para Pedro Lobos, repliqué como que no quiere la cosa. Quedose pensativo mi interlocutor, pero volvió a la carga. Lo que pasa es que el fuerte de la gente que va a la galería es cien por ciento iquiqueña. Pelluco, agregó, es intransablemente iquiqueño, lo mismo que Eduardo Espejo. Y puedo agregar a don Pablo Santa Cruz, Héctor Diomedi, Ramón Pérez Opazo, o a Pablo Daub que no nació aquí, pero que es más cavanchino que el gordo Juan López -que dicho sea de paso, me prometió un libro y todavía espero-.
Frente a tamaño argumento no me quedó más que asentir. Después de todo es una buena forma de saber cuantos en realidad aún vibran con esa iquiqueñez, que domingo por medio se nos hace presente. El fútbol, en este caso, representa una forma de identidad vigorosa, por lo mismo que se alimenta de árboles frondosos como es nuestra rica historia. Además este deporte no sólo se practica en la cancha, sino que también en las galerías. Los dos mil irreductibles que llegan al estadio, viven su propia épica tal vez en forma más dramática que los once dragones.
Sin embargo, hay otros tan puros como los anteriores que no van al fútbol, y son más iquiqueños que Julio Villalobos, Guillermo Lara y Flavio Rodríguez -a quienes dedico estas reflexiones-. Algunos sostienen que otra forma de iquiqueñez, es ser peatón. En otras palabras aquellos -no muchos- que no han claudicado frente al espejismo del automóvil. De éstos, no deben quedar más de cuatro. Por ejemplo: Guillermo Jorquera, hombre de teatro que aún anda en micro; Guillermo Ross-Murray, poeta que jamás ha sido visto en taxis, y menos aún, en auto particular; Mario Zolezzi, historiador que no sale del casco viejo de la ciudad; Domingo Sacco, profesor de historia que se movilizaba en su bicicleta de color negro. En fin. Otros como el folklorista Mario Cruz, abandonó el hábito de peatón y se le ve encumbrado en un jeep. Pero que es iquiqueño, lo es. Similar caso es el de Eduardo Carrión. Se moviliza en un Mercedes Benz color blanco, pero sigue usando su chupalla de huaso. ¿Y quien pone en duda su condición de hijo ilustre de Iquique?
Como se puede apreciar, la categoría de la iquiqueñez es dinámica y no puede reducirse a una sola faceta. Ir o no al estadio, tener o no automóvil, son sólo datos superficiales de esta condición.
La iquiquiñez, no es un estado de gracia, pero algo tiene; consiste en sentir orgullo por vivir en una tierra prodigiosa a pesar de la sequedad de su suelo; porque gran parte de la historia patria se escribió en este país; porque aún conservamos el orgullo de haberle dado a Chile, el primer campeón del mundo; porque como dice Santiago Iquique Polanco Nuño: “supimos vencer el olvido/ soportando un ocaso tenaz”.
Frente a tamaño argumento no me quedó más que asentir. Después de todo es una buena forma de saber cuantos en realidad aún vibran con esa iquiqueñez, que domingo por medio se nos hace presente. El fútbol, en este caso, representa una forma de identidad vigorosa, por lo mismo que se alimenta de árboles frondosos como es nuestra rica historia. Además este deporte no sólo se practica en la cancha, sino que también en las galerías. Los dos mil irreductibles que llegan al estadio, viven su propia épica tal vez en forma más dramática que los once dragones.
Sin embargo, hay otros tan puros como los anteriores que no van al fútbol, y son más iquiqueños que Julio Villalobos, Guillermo Lara y Flavio Rodríguez -a quienes dedico estas reflexiones-. Algunos sostienen que otra forma de iquiqueñez, es ser peatón. En otras palabras aquellos -no muchos- que no han claudicado frente al espejismo del automóvil. De éstos, no deben quedar más de cuatro. Por ejemplo: Guillermo Jorquera, hombre de teatro que aún anda en micro; Guillermo Ross-Murray, poeta que jamás ha sido visto en taxis, y menos aún, en auto particular; Mario Zolezzi, historiador que no sale del casco viejo de la ciudad; Domingo Sacco, profesor de historia que se movilizaba en su bicicleta de color negro. En fin. Otros como el folklorista Mario Cruz, abandonó el hábito de peatón y se le ve encumbrado en un jeep. Pero que es iquiqueño, lo es. Similar caso es el de Eduardo Carrión. Se moviliza en un Mercedes Benz color blanco, pero sigue usando su chupalla de huaso. ¿Y quien pone en duda su condición de hijo ilustre de Iquique?
Como se puede apreciar, la categoría de la iquiqueñez es dinámica y no puede reducirse a una sola faceta. Ir o no al estadio, tener o no automóvil, son sólo datos superficiales de esta condición.
La iquiquiñez, no es un estado de gracia, pero algo tiene; consiste en sentir orgullo por vivir en una tierra prodigiosa a pesar de la sequedad de su suelo; porque gran parte de la historia patria se escribió en este país; porque aún conservamos el orgullo de haberle dado a Chile, el primer campeón del mundo; porque como dice Santiago Iquique Polanco Nuño: “supimos vencer el olvido/ soportando un ocaso tenaz”.
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