Friday, October 28, 2005

Ciudad intervenida

Iquique es una ciudad que ha sido sujeta, consciente o inconscientemente, a lo largo de su historia a tres intervenciones urbanas. La primera la podemos ubicar en el esplendor del salitre. Se caracteriza por el paso de la caleta a puerto. Es la etapa de consolidación de los asentamientos humanos populares y costeros como Cavancha, El Colorado, El Morro, entre otros. Sobre los mismos se consolidan los barrios populares con sus propias estructuras comunitarias como el club deportivo. De esta etapa es el Yungay y el Maestranza sólo por nombrar a los más antiguos.

Es también la época de la construcción de la calle Baquedano. De la Plaza Prat, del Teatro Municipal, del Palacio Astoreca, del Casino Español, de la Sociedad Protectora de Empleados y en tiempos del Perú de la Aduana. Es el tiempo de las Colonias como el Circulo Italiano, el Chung Hwa, entre otros, que alzan sus edificios.

La segunda gran intervención urbana acontece en el período de la crisis de los años 30 del siglo recién pasado. Y termina en los años 70. Es el abandono por parte de la élites salitreras de su casa en el casco antiguo de la ciudad. La Iglesia Anglicana, por ejemplo, por falta de fieles de esa denominación queda abandonada al igual que la masonería anglosajona.

Los 60, son los años del parque o del camino como le decíamos los iquiqueños. Pero ya no de ese parque amable, colonial, de madera y gansos que terminaba en el cancha Manuel Castro Ramos. En ese viejo parque del que sólo quedan viejas fotos se expresaba la sociabilidad de ese Iquique ni ancho ni ajeno.

Es el tiempo de las ollas comunes. La sombra, años más tarde del Puerto Libre de Arica hace que el Estado construya ciertos edificios como el Colectivo O’Higgins. Anteriormente se une el puerto con la Isla Serrano, se construye el Hospital Regional. A fines de los años 50, en el sector popular, nace la población San Carlos, el Barrio Norte Hospital y más hacia el sur, la población Caupolicán. Todo ello bajo la óptica de la autoconstrucción y sin ningún tipo de planificación. Son asentamientos provisorios que terminan siendo definitivos.

La tercera intervención urbana ocurre con la Zona Franca y con el ideal de convertir a la ciudad en una atracción turística. El sector norte se reconfigura. Sobre los terrenos del ferrocarril y sobre las canchas del Iquitados se alza la Zofri. Al otro extremo, sobre el ex-aeropuerto, se edifica el mall. La ciudad crece hacia el sur, en donde se instala el cementerio privado. Los condominios se multiplican en todas sus vertientes. Antes, las torres como la del edificio del Atalaya, habían inaugurado la tendencia de crecer hacia arriba. Pero ocurre también el deterioro de los barrios populares aquellos nacidos bajo el sol del salitre. Dicen que es una ciudad que progresa. No me trago ese argumento.

Cosmopolitas

El espíritu cosmopolita del norte grande de Chile, y en especial de Iquique, es algo que la literatura (novela y cuento) y el ensayo, ha narrado certeramente. Luis González Zenteno, el escritor iquiqueño, por ejemplo, en una mirada sobre el habitante del norte grande dice: “Arica es tranquila; Iquique, desenfrenada; Antofagasta, circunspecta. En la fineza ariqueña hay muchas gotas de sangre peruana; en el desenfadado iquiqueño, la muestra inconfundible del cosmopoliticismo, y en la gravedad antofagastina, el orgullo de las grandes capitales, en que el traje de etiqueta empieza a ser una necesidad. Empero, hay un nexo común que las une: el embrujo del páramo”.

En relación a las nacionalidades que habitaron el puerto el autor ya citado dice: “Sin embargo, no le desagradaba del todo, ese italiano peludo, locuaz, de crespos cabellos cobrizos y cara nutrida de tallarines” (González 1954: 9). Y agrega en otro párrafo de su novela “Caliche”: “En el negocio de los Lozán se apretujaban los parroquianos y los chinos solícitos parecían gladiadores detrás del mostrador. Botellas y vasos chocaban alegremente” (González 1954: 37). Nicomedes Guzmán, en su novela “La luz viene del mar” (1963, 121), crea personajes aymaras, chinos, griegos, noruegos, chilenos, etc. “-Qué hay, Griego?- le saludó afablemente Martín Kuntz, el Noruego, bien conocido como el cuidador de la chata ‘Luciérnaga’”.

Pasos y voces de todo el mundo se quedaron aquí a fundar una nueva convivencia. Este desierto con sus costas abrigadas le ofrecieron el asilo. Más de cien años de cruce de sangre, de color de piel, de lengua han dado por resultado este tipo humano llamado nortino. El iquiqueño, el pisagüino, el tocopillano, el taltalino, el ariqueño, el antofagastino, es producto de esa fusión que el salitre provocó y realizó.

No hay pureza en nuestra sangre. Somos hijos de la fusión. Aquí el griego se casó con la coloraína, el chino con la morrina, el plaza-ariqueño con la croata. Riegan nuestro desierto los apellidos que sonaban extraños, los Mac Donalds, los Pascal, los Olcay, los Lozán, los Ostoic, los Chung, los Lee, los Evans. Y se mezclaron con los Jiménez, los Salinas, los Carmona, los Domínguez, los Galleguillos. Y esa es nuestra fortaleza; sabernos parte de una historia que se hizo con todos los paisajes del mundo.

El iquiqueño hizo caso omiso de las fronteras “naturales” (las fronteras siempre son construcciones culturales). La cordillera y el mar no fueron visto como tales. Fueron puertas de entradas. Y puertas abiertas, de par en par, tal cual esas mamparas de ese puerto que ya no existe, que invitan al té con yerba luisa de las cuatro en punto.

Este espíritu cosmopolita creado por la civilización del salitre, es un preciado capital cultural. De ese espíritu nos alimentamos. Ahí radica buena parte de nuestra forma de ser. Nos sirvió para abrirnos al mundo, pero también para resistir.