Friday, October 28, 2005

Cosmopolitas

El espíritu cosmopolita del norte grande de Chile, y en especial de Iquique, es algo que la literatura (novela y cuento) y el ensayo, ha narrado certeramente. Luis González Zenteno, el escritor iquiqueño, por ejemplo, en una mirada sobre el habitante del norte grande dice: “Arica es tranquila; Iquique, desenfrenada; Antofagasta, circunspecta. En la fineza ariqueña hay muchas gotas de sangre peruana; en el desenfadado iquiqueño, la muestra inconfundible del cosmopoliticismo, y en la gravedad antofagastina, el orgullo de las grandes capitales, en que el traje de etiqueta empieza a ser una necesidad. Empero, hay un nexo común que las une: el embrujo del páramo”.

En relación a las nacionalidades que habitaron el puerto el autor ya citado dice: “Sin embargo, no le desagradaba del todo, ese italiano peludo, locuaz, de crespos cabellos cobrizos y cara nutrida de tallarines” (González 1954: 9). Y agrega en otro párrafo de su novela “Caliche”: “En el negocio de los Lozán se apretujaban los parroquianos y los chinos solícitos parecían gladiadores detrás del mostrador. Botellas y vasos chocaban alegremente” (González 1954: 37). Nicomedes Guzmán, en su novela “La luz viene del mar” (1963, 121), crea personajes aymaras, chinos, griegos, noruegos, chilenos, etc. “-Qué hay, Griego?- le saludó afablemente Martín Kuntz, el Noruego, bien conocido como el cuidador de la chata ‘Luciérnaga’”.

Pasos y voces de todo el mundo se quedaron aquí a fundar una nueva convivencia. Este desierto con sus costas abrigadas le ofrecieron el asilo. Más de cien años de cruce de sangre, de color de piel, de lengua han dado por resultado este tipo humano llamado nortino. El iquiqueño, el pisagüino, el tocopillano, el taltalino, el ariqueño, el antofagastino, es producto de esa fusión que el salitre provocó y realizó.

No hay pureza en nuestra sangre. Somos hijos de la fusión. Aquí el griego se casó con la coloraína, el chino con la morrina, el plaza-ariqueño con la croata. Riegan nuestro desierto los apellidos que sonaban extraños, los Mac Donalds, los Pascal, los Olcay, los Lozán, los Ostoic, los Chung, los Lee, los Evans. Y se mezclaron con los Jiménez, los Salinas, los Carmona, los Domínguez, los Galleguillos. Y esa es nuestra fortaleza; sabernos parte de una historia que se hizo con todos los paisajes del mundo.

El iquiqueño hizo caso omiso de las fronteras “naturales” (las fronteras siempre son construcciones culturales). La cordillera y el mar no fueron visto como tales. Fueron puertas de entradas. Y puertas abiertas, de par en par, tal cual esas mamparas de ese puerto que ya no existe, que invitan al té con yerba luisa de las cuatro en punto.

Este espíritu cosmopolita creado por la civilización del salitre, es un preciado capital cultural. De ese espíritu nos alimentamos. Ahí radica buena parte de nuestra forma de ser. Nos sirvió para abrirnos al mundo, pero también para resistir.

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