La identidad local, explicita o implícita, transcurre no sólo por nuestras veredas, fuentes de sodas, peluquerías, bazares, incendios, carnavales, casas de tolerancia, piqueros en Cavancha, búsqueda de brillantina en el cerro, jibias varadas, pescar baratas en las alcantarillas, despachos, casas con placas con el nombre del practicante, lavar los paltós en el King Service, morirse con La Humanitaria, desfiles a Arturo Prat, sino que también se reproduce fuera de nuestras fronteras.
Más allá del cerro Dragón, más allá del Marinero Desconocido, más allá de la Ballenera y más allá de la balsa de Cavancha -que ya no está- los hijos predilectos de Iquique siguen reproduciendo nuestra identidad. Asumen eso sí, la identidad de una forma explícita que se eleva aún más con la fuerza de la nostalgia. Se descubren iquiqueños en la diáspora, en ese territorio donde ya no es natural lo que se hizo por tanto años. Así por ejemplo, iquiqueños en el sur, para recibir el año nuevo, queman salnitrón, ante la mirada incrédula de los sureños. Tocan la Reina del Tamarugal cada 16 de julio estén en Amsterdam o en Pekín. Bailan un trotecito en Hamburgo, le convidan un chumbeque a un neoyorquino como para que prueben lo que se están perdiendo. En Santiago, cada 21 de mayo, en el Estadio Italiano, la grey se junta a escuchar la arenga de Prat y a cantar el himno a Iquique. Alguien me contó que en una ciudad del sur, se armó espontáneamente un grupo que desfiló un día del Combate Naval. Es que el desfilar es también parte de lo que somos.
Producto de la crisis de los años 30 buena parte de la población se subió al Longitudinal o bien se embarcó en el muelle de pasajeros. Voy y vuelto, decían triste. Sin embargo, muchos jamás regresaron. Pero, eso no ha impedido que sigan nostalgiando el puerto que dejaron. Luis Advis, por ejemplo, escribió la Cantata de la Escuela Santa María, a fuerza, creo, de padecer pensión -echar de menos en castellano-; Carlos Guerrero Don Pampa retrató en la revista Estadio cuantas veces pudo a la tierra de campeones. Pedro Bravo Elizondo, investigó desde Estados Unidos, donde es profesor, el teatro y literatura obrera. Oscar Hahn escribió un maravilloso poema a Iquique aún inédito. Juan Ostoic, Juan José Gallo, Carlos Vera, Carmelo Musa, Humberto Loayza y un largo etcétera, se alimentaron del compromiso de ser iquiqueños para llegar al lugar donde están... Otros después del 73 y casi con lo puesto tuvieron que dejar la patria chica y la grande. En Copenhagen, los Caroca echaban de menos al Iquique de los trabajos voluntarios; en Frankfourt, Iván Barbaric, escuchaba cuanta veces podía la cinta en que Deportes Iquique, se proclamó campeón de Chile. En Madrid, el Negro Sironavalle, el dentista, construyó parte de su casa con maderas de demolición del regimiento Carampangue.
Lejos del puerto, la identidad aflora aún más fuerte. Fuera de los Zigzag, el himno a Iquique es una antídoto contra la depresión, el chumbeque, las condesas y lucumies un manjar de los dioses. Un banderín del Yungay o del Sportiva es un amuleto. El New York Times una alpargata vieja en comparación a la prensa local. En el exilio, Roberto Sola es el mejor arquero del mundo.
Más allá del cerro Dragón, más allá del Marinero Desconocido, más allá de la Ballenera y más allá de la balsa de Cavancha -que ya no está- los hijos predilectos de Iquique siguen reproduciendo nuestra identidad. Asumen eso sí, la identidad de una forma explícita que se eleva aún más con la fuerza de la nostalgia. Se descubren iquiqueños en la diáspora, en ese territorio donde ya no es natural lo que se hizo por tanto años. Así por ejemplo, iquiqueños en el sur, para recibir el año nuevo, queman salnitrón, ante la mirada incrédula de los sureños. Tocan la Reina del Tamarugal cada 16 de julio estén en Amsterdam o en Pekín. Bailan un trotecito en Hamburgo, le convidan un chumbeque a un neoyorquino como para que prueben lo que se están perdiendo. En Santiago, cada 21 de mayo, en el Estadio Italiano, la grey se junta a escuchar la arenga de Prat y a cantar el himno a Iquique. Alguien me contó que en una ciudad del sur, se armó espontáneamente un grupo que desfiló un día del Combate Naval. Es que el desfilar es también parte de lo que somos.
Producto de la crisis de los años 30 buena parte de la población se subió al Longitudinal o bien se embarcó en el muelle de pasajeros. Voy y vuelto, decían triste. Sin embargo, muchos jamás regresaron. Pero, eso no ha impedido que sigan nostalgiando el puerto que dejaron. Luis Advis, por ejemplo, escribió la Cantata de la Escuela Santa María, a fuerza, creo, de padecer pensión -echar de menos en castellano-; Carlos Guerrero Don Pampa retrató en la revista Estadio cuantas veces pudo a la tierra de campeones. Pedro Bravo Elizondo, investigó desde Estados Unidos, donde es profesor, el teatro y literatura obrera. Oscar Hahn escribió un maravilloso poema a Iquique aún inédito. Juan Ostoic, Juan José Gallo, Carlos Vera, Carmelo Musa, Humberto Loayza y un largo etcétera, se alimentaron del compromiso de ser iquiqueños para llegar al lugar donde están... Otros después del 73 y casi con lo puesto tuvieron que dejar la patria chica y la grande. En Copenhagen, los Caroca echaban de menos al Iquique de los trabajos voluntarios; en Frankfourt, Iván Barbaric, escuchaba cuanta veces podía la cinta en que Deportes Iquique, se proclamó campeón de Chile. En Madrid, el Negro Sironavalle, el dentista, construyó parte de su casa con maderas de demolición del regimiento Carampangue.
Lejos del puerto, la identidad aflora aún más fuerte. Fuera de los Zigzag, el himno a Iquique es una antídoto contra la depresión, el chumbeque, las condesas y lucumies un manjar de los dioses. Un banderín del Yungay o del Sportiva es un amuleto. El New York Times una alpargata vieja en comparación a la prensa local. En el exilio, Roberto Sola es el mejor arquero del mundo.
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