Monday, August 29, 2005
Carlos Forestier
"Cuando pasaba hasta los perros dejaban de ladrar". Así era el nazi Forestier. Así lo percibíamos los iquiqueños en esos años duros de represión y de consumismo. A partir del 11 de septiembre de 1973, la vida cotidiana nunca más volvería ser la de antes. Desde el 1975, año de la instauración de la Zofri, a través del consumismo tratamos de olvidar la pesadilla que en la tierra de campeones, instauró Foresteir por encargo de Pinochet.
La Caravana de la Muerte no llegó a Iquique. No era necesaria. Estaba Forestier. El mismo llamaba a la muerte. El mismo firmaba las sentencias. El funeral que su yerno le prepara, Forestier se lo negó a la familia de Freddy Taberna, de Rodolfo Fuenzalida y del Comité Regional del Partido Socialista de Iquique.
En la historia del terror del norte grande de Chile, el nombre de Carlos Forestier Haensgen, cohabitará con el de Roberto Silva Renard, que ordenó la masacre a los obreros de la Escuela Santa María, aquel 21 de diciembre de 1907.
Carlos Forestier Haensgen murió a los 85 años. Murió con el dolor que el cáncer le provocó. No con el dolor de haber causado el dolor que causó. No murió como viejo sabio. Es decir, arrepentido e indicando que hizo con los huesos y la barba de Freddy Taberna. En ese sentido fue un militar hecho a imagen y semejanza de Pinochet. O sea un militar de eso que no queremos formar en nuestros ejércitos.
Los perros en Iquique se callaban cada vez que Carlos Forestier Haensgen, en su jeep y con guardaespaldas, subía -creyéndose dueño de la ciudad-, por la calle Tarapacá, rumbo al regimiento Telecomunicaciones, para ordenar quien seguía con vida y quien no. Su nombre, hay que admitirlo, nos daba miedo.
En silencio, de boca en boca, entre guiños e impotencia, distribuíamos el apodo que el pueblo le había inventado: "perro". Era una forma de esquivar al miedo. Era una forma de resistir.
Su muerte no nos da pena. Que pena.
Sunday, August 21, 2005
King Service
Habría que preguntarle a don Pablo Daub porque le puso como le puso a su lavaseco, siendo él un hijo de Alá, aunque hoy camine por otros caminos, pero siempre cerca del bien. Estaba ubicado en Thompson 666. Lo cierto es que todo o casi todo Iquique enviaba sus pilchas a este local de la calle Thompson que olía a limpio. Era un ritual singular. Se entraba hasta con cierta vergüenza con el paltó con sebo y se salía con uno impecable como si lo hubiese confeccionado el sastre Vera-Pinto o el singular Señor Bruna en la feria Persa. Las fichas que le amarraban al pantalón, al lado del bolsillo de perro, nos daban una seguridad, que pensandolo bien, no era tanta. Pero, que se recuerde, a nadie le entregaron un camisa o una chalequina que no fuera la suya. Si a usted le ocurría la desgracia de perder la boleta, cosa más bien habitual, tenía que presentarse con “cara de yo no fui”, y revisar una a una el taco de comprobantes. Yo perdí varias, y muchas de ellas en forma intencional. El agrado sociológico consistía en averiguar quién y qué ropa había enviado a lavar. Esos libros que espero que don Pablo me regalé uno, por lo menos, eran la memoria de la higiene iquiqueña. Desfilaba la más noble de la burguesía local y de la clase media que se las arreglaba por lucir el traje de parada, el 21 de mayo, en forma digna. Si no había ropa nueva, por lo menos, estaba limpia.
Eso de que la ropa sucia se lava en casa, jamás le agradó a este árabe que se hizo cavanchino, y por ende más iquiqueño que muchos que nacieron acá. Siempre estuvo donde debía estar, o casi siempre.
El cierre del King Service acompaña al Café Diana, al Mono Panchito, a Helados Gaymer, a Fotos Ruben’s y tantos otros. Le sigue ahora este lavaseco que se las arregló para inspirar confianza en una época que poner banderas negras en Iquique se hacía de veras y no como un recurso electoral.
El King Service era casi una máquina a vapor. Sus operarios eran la metáfora de la revolución industrial, sobre todo cuando el agua se evaporaba y no nos dejaba ver a menos de un metro. Los paltós, chalequinas y camisas colgadas transpiraba la más absoluta de las higiene. Sus calderas eran los pulmones de una ciudad que quería lavar sus pecados más abyectos.
Don Pablo me contó que un parroquiano lo llamó a su casa a eso de las tres de la madrugada, un día sábado. Angustiado le pidió una paleteada. Perdido en la bohemia, una mujer, que dicen fácil, le había marcado en su camisa blanca “wash and wear”, un beso color rojo, tan intenso como la pasión que lo embargaba. Tenía que volver a su hogar. Pero, la marca era su perdición. No sé si don Pablo, lo habrá socorrido.
Revisando su historia en Iquique, sus campañas por obras filantrópicas, creo que sí. Lo cierto, es que si usted tiene una prenda que retirar del King Service, hágalo a la brevedad, ya que sus puertas están cerrando. Y si no tiene nada, igual vaya, salude a don Pablo y agradezcale su amor por Iquique. Después de todo el King Service es la mejor muestra de como un “afuerino” se la jugó por la patria en época en que vivir aquí era casi un castigo... para los que venían del sur de nuestras fronteras.
Eso de que la ropa sucia se lava en casa, jamás le agradó a este árabe que se hizo cavanchino, y por ende más iquiqueño que muchos que nacieron acá. Siempre estuvo donde debía estar, o casi siempre.
El cierre del King Service acompaña al Café Diana, al Mono Panchito, a Helados Gaymer, a Fotos Ruben’s y tantos otros. Le sigue ahora este lavaseco que se las arregló para inspirar confianza en una época que poner banderas negras en Iquique se hacía de veras y no como un recurso electoral.
El King Service era casi una máquina a vapor. Sus operarios eran la metáfora de la revolución industrial, sobre todo cuando el agua se evaporaba y no nos dejaba ver a menos de un metro. Los paltós, chalequinas y camisas colgadas transpiraba la más absoluta de las higiene. Sus calderas eran los pulmones de una ciudad que quería lavar sus pecados más abyectos.
Don Pablo me contó que un parroquiano lo llamó a su casa a eso de las tres de la madrugada, un día sábado. Angustiado le pidió una paleteada. Perdido en la bohemia, una mujer, que dicen fácil, le había marcado en su camisa blanca “wash and wear”, un beso color rojo, tan intenso como la pasión que lo embargaba. Tenía que volver a su hogar. Pero, la marca era su perdición. No sé si don Pablo, lo habrá socorrido.
Revisando su historia en Iquique, sus campañas por obras filantrópicas, creo que sí. Lo cierto, es que si usted tiene una prenda que retirar del King Service, hágalo a la brevedad, ya que sus puertas están cerrando. Y si no tiene nada, igual vaya, salude a don Pablo y agradezcale su amor por Iquique. Después de todo el King Service es la mejor muestra de como un “afuerino” se la jugó por la patria en época en que vivir aquí era casi un castigo... para los que venían del sur de nuestras fronteras.
Saturday, August 20, 2005
Reyes y reinas
Una mujer de la población La Legua se acaba de declarar “Reina de la pasta base”. El escándalo ha cundido como si se tratara de la presencia, en el parque temático de Cavancha de Osama Ben Laden. Esto no es nada nuevo en nuestra cultura. No en vano, hace varias décadas atrás nos autodefinimos como “Los ingleses del Pacífico”.
¿Qué significa eso? Significa primero que nada que tenemos un extraordinario sentido del humor. Y además, hacemos gala de una ironía tan fin y tan calculada, que sólo la podemos entender como una forma de herir a los ingleses. Proclamarse que nos parecemos a quienes, no tenemos por donde, es precisamente una declaración de guerra. De hecho nuestra puntualidad tan impuntual, y nuestro ancestral amor a los animales, constituyen la otra cara de la moneda. Al decir de muchos, la verdadera. Y esta actitud y esta manera de ser, es sin duda alguna, un rasgo latinoamericano. Ya lo decía ese filósofo que se enredaba con la gramática, cuando al acudir a recibir a una visita que llegaba por el Ferrocarril -impuntual por definición- quedó estupefacto al saber que el mismismo tren, como nunca, había llegado a la hora. Nuestro Mario Moreno exclamó de un modo que sólo puede ser nuestro: “Con esa puntualidad no sé dónde vamos a llegar”.
Baste revisar nuestra cartografía nobiliaria para dar cuenta de las características ya antes mencionadas: humor e ironía. El “Rey del Mote con Huesillos” atiende con una flema y puntualidad que cualquier miembro de la corte la quisiera. Y que vamos a decir del “Rey del Pescado Frito”, un hombre que maneja la sartén y el aceite como Sir Stanley manejaba la escopeta allá en el Africa ardiente. Y podemos sumar y seguir: El “Rey de los pistones”, el “Rey de los barquillos”. O el famoso y filántropo “Rey de las palomitas”. En nuestra cárcel habita, entre muchos otros, “El Rey de la Fuga”. Adivinen por qué.
La historia iquiqueña ha estado repleta de estos personajes. Si antes no fueron reyes, es porque eran antimonarquicos. Por ejemplo, el “Dr. de los Radiadores”, que en los años 60, atendía a los escasos vehículos que corrían por el “camino” rumbo a Cavancha. O aquel fantasioso personaje que no quiso ser ni Rey ni Doctor, lo suyo era la magia. De allí que se autodenominó: “El Mago de la Goma”.
Otro rasgo eminentemente nuestro, o sea, iquiqueño, consiste en encontrar las versiones de personajes famosos en las calles o parados en las esquinas. Así tuvimos al Charles Aznavour local, al Yaco Monti o al Sandro iquiqueño. El colmo fue una tarde cualquiera, cuando el observador de siempre, es decir, un habitante de la Plaza Arica, vio a un rubio iquiqueño, y le gritó Jimmy Carter. Hoy en Genaro Gallo, un taller mecánico, lleva el nombre de ese presidente de los Estados Unidos. Pero, no todos reaccionaban con simpatía, humor e ironía. Un barquillero que se hizo famoso por salir en la revista del corazón “Cine Amor” y que en consecuencia se ganó ese apodo, lanzaba palabras, para ese entonces de grueso calibre, a quien osara recordarle su paso por las hojas en que el “Pato” Pineda besaba a la bella Carmen Huerta.
“La reina de la pasta base”, sin embargo, nos revela otra realidad. En un país que desea enviar soldados a Afganistán, donde se prohibe la píldora del día después, y en la que casi nadie tiene claridad por quien van a votar en diciembre, la figura de esta mujer, entre ironía y sentido del humor, nos señala que algo huele mal. El injustamente humor llamado negro, tiene su lucidez.
¿Qué significa eso? Significa primero que nada que tenemos un extraordinario sentido del humor. Y además, hacemos gala de una ironía tan fin y tan calculada, que sólo la podemos entender como una forma de herir a los ingleses. Proclamarse que nos parecemos a quienes, no tenemos por donde, es precisamente una declaración de guerra. De hecho nuestra puntualidad tan impuntual, y nuestro ancestral amor a los animales, constituyen la otra cara de la moneda. Al decir de muchos, la verdadera. Y esta actitud y esta manera de ser, es sin duda alguna, un rasgo latinoamericano. Ya lo decía ese filósofo que se enredaba con la gramática, cuando al acudir a recibir a una visita que llegaba por el Ferrocarril -impuntual por definición- quedó estupefacto al saber que el mismismo tren, como nunca, había llegado a la hora. Nuestro Mario Moreno exclamó de un modo que sólo puede ser nuestro: “Con esa puntualidad no sé dónde vamos a llegar”.
Baste revisar nuestra cartografía nobiliaria para dar cuenta de las características ya antes mencionadas: humor e ironía. El “Rey del Mote con Huesillos” atiende con una flema y puntualidad que cualquier miembro de la corte la quisiera. Y que vamos a decir del “Rey del Pescado Frito”, un hombre que maneja la sartén y el aceite como Sir Stanley manejaba la escopeta allá en el Africa ardiente. Y podemos sumar y seguir: El “Rey de los pistones”, el “Rey de los barquillos”. O el famoso y filántropo “Rey de las palomitas”. En nuestra cárcel habita, entre muchos otros, “El Rey de la Fuga”. Adivinen por qué.
La historia iquiqueña ha estado repleta de estos personajes. Si antes no fueron reyes, es porque eran antimonarquicos. Por ejemplo, el “Dr. de los Radiadores”, que en los años 60, atendía a los escasos vehículos que corrían por el “camino” rumbo a Cavancha. O aquel fantasioso personaje que no quiso ser ni Rey ni Doctor, lo suyo era la magia. De allí que se autodenominó: “El Mago de la Goma”.
Otro rasgo eminentemente nuestro, o sea, iquiqueño, consiste en encontrar las versiones de personajes famosos en las calles o parados en las esquinas. Así tuvimos al Charles Aznavour local, al Yaco Monti o al Sandro iquiqueño. El colmo fue una tarde cualquiera, cuando el observador de siempre, es decir, un habitante de la Plaza Arica, vio a un rubio iquiqueño, y le gritó Jimmy Carter. Hoy en Genaro Gallo, un taller mecánico, lleva el nombre de ese presidente de los Estados Unidos. Pero, no todos reaccionaban con simpatía, humor e ironía. Un barquillero que se hizo famoso por salir en la revista del corazón “Cine Amor” y que en consecuencia se ganó ese apodo, lanzaba palabras, para ese entonces de grueso calibre, a quien osara recordarle su paso por las hojas en que el “Pato” Pineda besaba a la bella Carmen Huerta.
“La reina de la pasta base”, sin embargo, nos revela otra realidad. En un país que desea enviar soldados a Afganistán, donde se prohibe la píldora del día después, y en la que casi nadie tiene claridad por quien van a votar en diciembre, la figura de esta mujer, entre ironía y sentido del humor, nos señala que algo huele mal. El injustamente humor llamado negro, tiene su lucidez.
Iquique/ Buenos Aires
Conozco Buenos Aires gracias a Jorge Luis Borges. Es más, creo saberme algunas calles de memoria. Tengo grabado los olores de sus arrabales y de tarde en tarde, mirando al Sur de Iquique, puedo ver la figura de los hermanos Iberra. Nunca he estado en Buenos Aires, pero la poética del ciego universal, me la trae a diario, viajando en sus libros.
En tiempo de globalización y de Mc Donald, la identidad -esa demanda a veces inflacionada- se pasea en los versos de Borges con una familiaridad, pocas veces vista.
Su primera obra “Fervor de Buenos Aires” ya nos anuncia una constante en su poesía. La ciudad reiventada en cada frase; los personajes atado al destino y a la fatalidad; el cuchillo el instrumento preferido para alcanzar el consenso, aunque se llame y se le nombre como la muerte. En Borges, la ciudad es un gran espejo. La figura que nos devuelve, no siempre corresponde a quien se la ofrece.
“Y la ciudad es ahora, como un plano de mis humillaciones y de mis fracasos”. está clato la ciudad es más que edificios y calles. En otra, denotando el amor siempre ambiguo, así por ejemplo: “No nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”. Territorio de contrastes, aparece como una prolongación del ser más íntimo que en definitiva puebla la ciudad.
En Borges no hay cabida para la distinción dual y cartesiana entre ficción y realidad. Ambas conviven y se conjugan con natural familiaridad. De allí que Buenos Aires aireado como tribu, en su “Fundación Mitológica...”, se recrea en una suerte de juego y de ritual inacabado. La ciudad es el paraíso donde siempre el mal acecha, ya no en forma de manzana, sino como daga, puñal o simplemente como muerte.
El Fervor de Iquique tiene sus propios aires, sus propias dagas. El Chico del Puerto, paseó su fama -como la de los Iberras- por los zaguanes de la ciudad con banderas negras. Sobre él cayo la maldición de ser el más malo entre los malos. El Colorado, para ese entonces, sólo había sido descrito por Nicomedes Guzmán en su “Luz viene del mar”. Nos falta y nos sigue faltando el Borges nuestro. Así como nos falta la novela que recoja la épica deportiva, o la tradición tiraneña, carecemos del poema que nos relate y nos retrate de cuerpo y alma entera. Ahí están los héroes: el Tani, los dos arturos, el rucio ardiente de la escuela Santa María, los inmolados en cualquier reyerta de barrio popular: aquellos que con el ceremonial del cuchillo degollaron hasta la luna, una noche cualquiera.
Borges reinventa la ciudad. Imagina como fue fundada echando de menos la vereda del frente. Es la épica de una ciudad que al igual que la nuestra, se pobló en el mil novecientos de acentos extraños, que terminaron seducidos por el tango y la milonga. Hay que reinventar a este Iquique tan nuestro y tan extraño, tan odiable y tan amable, a veces. Falta, insisto, el Borges iquiqueño.
En tiempo de globalización y de Mc Donald, la identidad -esa demanda a veces inflacionada- se pasea en los versos de Borges con una familiaridad, pocas veces vista.
Su primera obra “Fervor de Buenos Aires” ya nos anuncia una constante en su poesía. La ciudad reiventada en cada frase; los personajes atado al destino y a la fatalidad; el cuchillo el instrumento preferido para alcanzar el consenso, aunque se llame y se le nombre como la muerte. En Borges, la ciudad es un gran espejo. La figura que nos devuelve, no siempre corresponde a quien se la ofrece.
“Y la ciudad es ahora, como un plano de mis humillaciones y de mis fracasos”. está clato la ciudad es más que edificios y calles. En otra, denotando el amor siempre ambiguo, así por ejemplo: “No nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”. Territorio de contrastes, aparece como una prolongación del ser más íntimo que en definitiva puebla la ciudad.
En Borges no hay cabida para la distinción dual y cartesiana entre ficción y realidad. Ambas conviven y se conjugan con natural familiaridad. De allí que Buenos Aires aireado como tribu, en su “Fundación Mitológica...”, se recrea en una suerte de juego y de ritual inacabado. La ciudad es el paraíso donde siempre el mal acecha, ya no en forma de manzana, sino como daga, puñal o simplemente como muerte.
El Fervor de Iquique tiene sus propios aires, sus propias dagas. El Chico del Puerto, paseó su fama -como la de los Iberras- por los zaguanes de la ciudad con banderas negras. Sobre él cayo la maldición de ser el más malo entre los malos. El Colorado, para ese entonces, sólo había sido descrito por Nicomedes Guzmán en su “Luz viene del mar”. Nos falta y nos sigue faltando el Borges nuestro. Así como nos falta la novela que recoja la épica deportiva, o la tradición tiraneña, carecemos del poema que nos relate y nos retrate de cuerpo y alma entera. Ahí están los héroes: el Tani, los dos arturos, el rucio ardiente de la escuela Santa María, los inmolados en cualquier reyerta de barrio popular: aquellos que con el ceremonial del cuchillo degollaron hasta la luna, una noche cualquiera.
Borges reinventa la ciudad. Imagina como fue fundada echando de menos la vereda del frente. Es la épica de una ciudad que al igual que la nuestra, se pobló en el mil novecientos de acentos extraños, que terminaron seducidos por el tango y la milonga. Hay que reinventar a este Iquique tan nuestro y tan extraño, tan odiable y tan amable, a veces. Falta, insisto, el Borges iquiqueño.
"De vez en cuando la vida"
En la novela “Los Pampinos”, Luis González Zenteno escribe: “La muerte, es lo único que nos espera, y ya que es ése nuestro trágico destino, tengamos un gesto viril, muramos peleando”. Se refería a los sucesos de La Coruña, ocurrido en junio de 1925. Allí, un grupo de trabajadores bajo el liderazgo de Luis Garrido, se toman esa oficina y resisten al Ejército.
Alguien comenta que en el norte grande hay más muertos que vivos. El arqueólogo Lautaro Núñez afirma que Pisagua es un cementerio con vista al mar. Y tienen razón. La historia del norte grande es una gran sucesión de hechos trágicos: terremotos, guerras y contrarrevoluciones, matanzas, accidentes y epidemias. Todo ello cubre buena parte de nuestra biografía socio-cultural.
La idea que un terremoto arrase con la ciudad, con sus bellezas y sus fealdades, con sus malls y sus plazas, sus iconos y sus emblemas, sus parques temáticos y de los otros, no es nada nuevo. La historia sísmica de la región está llena de fenómenos telúricos que han destruido más de una vez la ciudad. E Iquique cual ave fénix ha sido levantarse de sus escombros. La historia y sus páginas en el norte grande están llenas de muertes. Todo ello tiene que ver con nuestra identidad cultural.
De allí que el análisis de fenómenos naturales como incendios, pestes, terremotos y maremotos; de fenómenos religiosos como la extraordinaria peregrinación a La Tirana, a las animitas como la Kenita o San Martín, o del carnaval; de fenómenos deportivos como la figura del Tani y su derrota en Estados Unidos; de eventos militares como el holocausto de Prat; de represión obrera, como Santa María, Pisagua, Once de Septiembre; de fenómenos económicos como la explotación de plata en Huantajaya, del salitre, de la pesca, de la Zofri y de las mineras; de fenómenos como la explosión de Cardoem, la muerte de la jóvenes en Alto Hospicio, ayudan a formar un actitud ante el futuro de doble significación. Por un lado de optimismo, y por otro de pesimismo, de confianza y de escepticismo. Este sentido paradojal es el que define la actitud del iquiqueño, actitud cercana al sentido de la tragedia.
Los iquiqueños sabemos que el confort es algo pasajero y transitorio. Lo nuestro parece ser la crisis. En ella nos movemos como el pez en el agua. ¿De qué nos sirve ahorrar si sabemos que la muerte natural o la otra, nos echará por el suelo nuestros sueños? Una anécdota. Habiendo sobrado dinero que un curso había juntado en el transcurso del año, se me ocurrió la idea de guardarlo para el próximo período. Una apoderada, seria y circunspecta, me contestó: “De ninguna manera, hay que gastarselo ahora, de lo contrario trae mala suerte”.
Los momentos más intensos de nuestra vida social parece estar radicados en la crisis y en los carnavales. Entre ambos hay un puente invisible que los conecta. Son como las caras de una misma moneda. Detrás de un iquiqueño, siempre hay una bandera negra, presta para ser enarbolada. Detrás de un iquiqueño siempre hay un motivo para celebrar la vida. Detrás de un iquiqueño siempre hay un muerto que lamentar.
Alguien comenta que en el norte grande hay más muertos que vivos. El arqueólogo Lautaro Núñez afirma que Pisagua es un cementerio con vista al mar. Y tienen razón. La historia del norte grande es una gran sucesión de hechos trágicos: terremotos, guerras y contrarrevoluciones, matanzas, accidentes y epidemias. Todo ello cubre buena parte de nuestra biografía socio-cultural.
La idea que un terremoto arrase con la ciudad, con sus bellezas y sus fealdades, con sus malls y sus plazas, sus iconos y sus emblemas, sus parques temáticos y de los otros, no es nada nuevo. La historia sísmica de la región está llena de fenómenos telúricos que han destruido más de una vez la ciudad. E Iquique cual ave fénix ha sido levantarse de sus escombros. La historia y sus páginas en el norte grande están llenas de muertes. Todo ello tiene que ver con nuestra identidad cultural.
De allí que el análisis de fenómenos naturales como incendios, pestes, terremotos y maremotos; de fenómenos religiosos como la extraordinaria peregrinación a La Tirana, a las animitas como la Kenita o San Martín, o del carnaval; de fenómenos deportivos como la figura del Tani y su derrota en Estados Unidos; de eventos militares como el holocausto de Prat; de represión obrera, como Santa María, Pisagua, Once de Septiembre; de fenómenos económicos como la explotación de plata en Huantajaya, del salitre, de la pesca, de la Zofri y de las mineras; de fenómenos como la explosión de Cardoem, la muerte de la jóvenes en Alto Hospicio, ayudan a formar un actitud ante el futuro de doble significación. Por un lado de optimismo, y por otro de pesimismo, de confianza y de escepticismo. Este sentido paradojal es el que define la actitud del iquiqueño, actitud cercana al sentido de la tragedia.
Los iquiqueños sabemos que el confort es algo pasajero y transitorio. Lo nuestro parece ser la crisis. En ella nos movemos como el pez en el agua. ¿De qué nos sirve ahorrar si sabemos que la muerte natural o la otra, nos echará por el suelo nuestros sueños? Una anécdota. Habiendo sobrado dinero que un curso había juntado en el transcurso del año, se me ocurrió la idea de guardarlo para el próximo período. Una apoderada, seria y circunspecta, me contestó: “De ninguna manera, hay que gastarselo ahora, de lo contrario trae mala suerte”.
Los momentos más intensos de nuestra vida social parece estar radicados en la crisis y en los carnavales. Entre ambos hay un puente invisible que los conecta. Son como las caras de una misma moneda. Detrás de un iquiqueño, siempre hay una bandera negra, presta para ser enarbolada. Detrás de un iquiqueño siempre hay un motivo para celebrar la vida. Detrás de un iquiqueño siempre hay un muerto que lamentar.
Iquiqueños en el mundo
La identidad local, explicita o implícita, transcurre no sólo por nuestras veredas, fuentes de sodas, peluquerías, bazares, incendios, carnavales, casas de tolerancia, piqueros en Cavancha, búsqueda de brillantina en el cerro, jibias varadas, pescar baratas en las alcantarillas, despachos, casas con placas con el nombre del practicante, lavar los paltós en el King Service, morirse con La Humanitaria, desfiles a Arturo Prat, sino que también se reproduce fuera de nuestras fronteras.
Más allá del cerro Dragón, más allá del Marinero Desconocido, más allá de la Ballenera y más allá de la balsa de Cavancha -que ya no está- los hijos predilectos de Iquique siguen reproduciendo nuestra identidad. Asumen eso sí, la identidad de una forma explícita que se eleva aún más con la fuerza de la nostalgia. Se descubren iquiqueños en la diáspora, en ese territorio donde ya no es natural lo que se hizo por tanto años. Así por ejemplo, iquiqueños en el sur, para recibir el año nuevo, queman salnitrón, ante la mirada incrédula de los sureños. Tocan la Reina del Tamarugal cada 16 de julio estén en Amsterdam o en Pekín. Bailan un trotecito en Hamburgo, le convidan un chumbeque a un neoyorquino como para que prueben lo que se están perdiendo. En Santiago, cada 21 de mayo, en el Estadio Italiano, la grey se junta a escuchar la arenga de Prat y a cantar el himno a Iquique. Alguien me contó que en una ciudad del sur, se armó espontáneamente un grupo que desfiló un día del Combate Naval. Es que el desfilar es también parte de lo que somos.
Producto de la crisis de los años 30 buena parte de la población se subió al Longitudinal o bien se embarcó en el muelle de pasajeros. Voy y vuelto, decían triste. Sin embargo, muchos jamás regresaron. Pero, eso no ha impedido que sigan nostalgiando el puerto que dejaron. Luis Advis, por ejemplo, escribió la Cantata de la Escuela Santa María, a fuerza, creo, de padecer pensión -echar de menos en castellano-; Carlos Guerrero Don Pampa retrató en la revista Estadio cuantas veces pudo a la tierra de campeones. Pedro Bravo Elizondo, investigó desde Estados Unidos, donde es profesor, el teatro y literatura obrera. Oscar Hahn escribió un maravilloso poema a Iquique aún inédito. Juan Ostoic, Juan José Gallo, Carlos Vera, Carmelo Musa, Humberto Loayza y un largo etcétera, se alimentaron del compromiso de ser iquiqueños para llegar al lugar donde están... Otros después del 73 y casi con lo puesto tuvieron que dejar la patria chica y la grande. En Copenhagen, los Caroca echaban de menos al Iquique de los trabajos voluntarios; en Frankfourt, Iván Barbaric, escuchaba cuanta veces podía la cinta en que Deportes Iquique, se proclamó campeón de Chile. En Madrid, el Negro Sironavalle, el dentista, construyó parte de su casa con maderas de demolición del regimiento Carampangue.
Lejos del puerto, la identidad aflora aún más fuerte. Fuera de los Zigzag, el himno a Iquique es una antídoto contra la depresión, el chumbeque, las condesas y lucumies un manjar de los dioses. Un banderín del Yungay o del Sportiva es un amuleto. El New York Times una alpargata vieja en comparación a la prensa local. En el exilio, Roberto Sola es el mejor arquero del mundo.
Más allá del cerro Dragón, más allá del Marinero Desconocido, más allá de la Ballenera y más allá de la balsa de Cavancha -que ya no está- los hijos predilectos de Iquique siguen reproduciendo nuestra identidad. Asumen eso sí, la identidad de una forma explícita que se eleva aún más con la fuerza de la nostalgia. Se descubren iquiqueños en la diáspora, en ese territorio donde ya no es natural lo que se hizo por tanto años. Así por ejemplo, iquiqueños en el sur, para recibir el año nuevo, queman salnitrón, ante la mirada incrédula de los sureños. Tocan la Reina del Tamarugal cada 16 de julio estén en Amsterdam o en Pekín. Bailan un trotecito en Hamburgo, le convidan un chumbeque a un neoyorquino como para que prueben lo que se están perdiendo. En Santiago, cada 21 de mayo, en el Estadio Italiano, la grey se junta a escuchar la arenga de Prat y a cantar el himno a Iquique. Alguien me contó que en una ciudad del sur, se armó espontáneamente un grupo que desfiló un día del Combate Naval. Es que el desfilar es también parte de lo que somos.
Producto de la crisis de los años 30 buena parte de la población se subió al Longitudinal o bien se embarcó en el muelle de pasajeros. Voy y vuelto, decían triste. Sin embargo, muchos jamás regresaron. Pero, eso no ha impedido que sigan nostalgiando el puerto que dejaron. Luis Advis, por ejemplo, escribió la Cantata de la Escuela Santa María, a fuerza, creo, de padecer pensión -echar de menos en castellano-; Carlos Guerrero Don Pampa retrató en la revista Estadio cuantas veces pudo a la tierra de campeones. Pedro Bravo Elizondo, investigó desde Estados Unidos, donde es profesor, el teatro y literatura obrera. Oscar Hahn escribió un maravilloso poema a Iquique aún inédito. Juan Ostoic, Juan José Gallo, Carlos Vera, Carmelo Musa, Humberto Loayza y un largo etcétera, se alimentaron del compromiso de ser iquiqueños para llegar al lugar donde están... Otros después del 73 y casi con lo puesto tuvieron que dejar la patria chica y la grande. En Copenhagen, los Caroca echaban de menos al Iquique de los trabajos voluntarios; en Frankfourt, Iván Barbaric, escuchaba cuanta veces podía la cinta en que Deportes Iquique, se proclamó campeón de Chile. En Madrid, el Negro Sironavalle, el dentista, construyó parte de su casa con maderas de demolición del regimiento Carampangue.
Lejos del puerto, la identidad aflora aún más fuerte. Fuera de los Zigzag, el himno a Iquique es una antídoto contra la depresión, el chumbeque, las condesas y lucumies un manjar de los dioses. Un banderín del Yungay o del Sportiva es un amuleto. El New York Times una alpargata vieja en comparación a la prensa local. En el exilio, Roberto Sola es el mejor arquero del mundo.
Dos mil iquiqueños
Me han corregido en relación a los veinte mil iquiqueños que quedan. Un amigo más radical me dice que sólo quedamos dos mil auténticos hijos de estas tierras. ¿De dónde sacaste tal afirmación? Es fácil, agregó con cierto tono doctoral. Son los dos mil que siempre puntualmente, y pase lo que pase, van al estadio Tierra de Campeones. Pero doña Zunilda que yo sepa, no es iquiqueña y mete más bulla que orquesta sound. Lo mismo va para Pedro Lobos, repliqué como que no quiere la cosa. Quedose pensativo mi interlocutor, pero volvió a la carga. Lo que pasa es que el fuerte de la gente que va a la galería es cien por ciento iquiqueña. Pelluco, agregó, es intransablemente iquiqueño, lo mismo que Eduardo Espejo. Y puedo agregar a don Pablo Santa Cruz, Héctor Diomedi, Ramón Pérez Opazo, o a Pablo Daub que no nació aquí, pero que es más cavanchino que el gordo Juan López -que dicho sea de paso, me prometió un libro y todavía espero-.
Frente a tamaño argumento no me quedó más que asentir. Después de todo es una buena forma de saber cuantos en realidad aún vibran con esa iquiqueñez, que domingo por medio se nos hace presente. El fútbol, en este caso, representa una forma de identidad vigorosa, por lo mismo que se alimenta de árboles frondosos como es nuestra rica historia. Además este deporte no sólo se practica en la cancha, sino que también en las galerías. Los dos mil irreductibles que llegan al estadio, viven su propia épica tal vez en forma más dramática que los once dragones.
Sin embargo, hay otros tan puros como los anteriores que no van al fútbol, y son más iquiqueños que Julio Villalobos, Guillermo Lara y Flavio Rodríguez -a quienes dedico estas reflexiones-. Algunos sostienen que otra forma de iquiqueñez, es ser peatón. En otras palabras aquellos -no muchos- que no han claudicado frente al espejismo del automóvil. De éstos, no deben quedar más de cuatro. Por ejemplo: Guillermo Jorquera, hombre de teatro que aún anda en micro; Guillermo Ross-Murray, poeta que jamás ha sido visto en taxis, y menos aún, en auto particular; Mario Zolezzi, historiador que no sale del casco viejo de la ciudad; Domingo Sacco, profesor de historia que se movilizaba en su bicicleta de color negro. En fin. Otros como el folklorista Mario Cruz, abandonó el hábito de peatón y se le ve encumbrado en un jeep. Pero que es iquiqueño, lo es. Similar caso es el de Eduardo Carrión. Se moviliza en un Mercedes Benz color blanco, pero sigue usando su chupalla de huaso. ¿Y quien pone en duda su condición de hijo ilustre de Iquique?
Como se puede apreciar, la categoría de la iquiqueñez es dinámica y no puede reducirse a una sola faceta. Ir o no al estadio, tener o no automóvil, son sólo datos superficiales de esta condición.
La iquiquiñez, no es un estado de gracia, pero algo tiene; consiste en sentir orgullo por vivir en una tierra prodigiosa a pesar de la sequedad de su suelo; porque gran parte de la historia patria se escribió en este país; porque aún conservamos el orgullo de haberle dado a Chile, el primer campeón del mundo; porque como dice Santiago Iquique Polanco Nuño: “supimos vencer el olvido/ soportando un ocaso tenaz”.
Frente a tamaño argumento no me quedó más que asentir. Después de todo es una buena forma de saber cuantos en realidad aún vibran con esa iquiqueñez, que domingo por medio se nos hace presente. El fútbol, en este caso, representa una forma de identidad vigorosa, por lo mismo que se alimenta de árboles frondosos como es nuestra rica historia. Además este deporte no sólo se practica en la cancha, sino que también en las galerías. Los dos mil irreductibles que llegan al estadio, viven su propia épica tal vez en forma más dramática que los once dragones.
Sin embargo, hay otros tan puros como los anteriores que no van al fútbol, y son más iquiqueños que Julio Villalobos, Guillermo Lara y Flavio Rodríguez -a quienes dedico estas reflexiones-. Algunos sostienen que otra forma de iquiqueñez, es ser peatón. En otras palabras aquellos -no muchos- que no han claudicado frente al espejismo del automóvil. De éstos, no deben quedar más de cuatro. Por ejemplo: Guillermo Jorquera, hombre de teatro que aún anda en micro; Guillermo Ross-Murray, poeta que jamás ha sido visto en taxis, y menos aún, en auto particular; Mario Zolezzi, historiador que no sale del casco viejo de la ciudad; Domingo Sacco, profesor de historia que se movilizaba en su bicicleta de color negro. En fin. Otros como el folklorista Mario Cruz, abandonó el hábito de peatón y se le ve encumbrado en un jeep. Pero que es iquiqueño, lo es. Similar caso es el de Eduardo Carrión. Se moviliza en un Mercedes Benz color blanco, pero sigue usando su chupalla de huaso. ¿Y quien pone en duda su condición de hijo ilustre de Iquique?
Como se puede apreciar, la categoría de la iquiqueñez es dinámica y no puede reducirse a una sola faceta. Ir o no al estadio, tener o no automóvil, son sólo datos superficiales de esta condición.
La iquiquiñez, no es un estado de gracia, pero algo tiene; consiste en sentir orgullo por vivir en una tierra prodigiosa a pesar de la sequedad de su suelo; porque gran parte de la historia patria se escribió en este país; porque aún conservamos el orgullo de haberle dado a Chile, el primer campeón del mundo; porque como dice Santiago Iquique Polanco Nuño: “supimos vencer el olvido/ soportando un ocaso tenaz”.
Veinte mil iquiqueños
Los viejos iquiqueños, es decir, los hijos del salitre, en un ejercicio estadístico no avalado por el Instituto del mismo nombre, dicen y se quejan al mismo tiempo, que en esta ciudad “no quedan más de veinte mil iquiqueños”. Enojados, a bordo de un taxi, o bien en los pasillos del Mercado Municipal, o en las gradas del Tierra de Campeones, enarbolan sus cifras a todos aquel que lo quiera escuchar.
Yo, estoy en desacuerdo con estos Hijos e hijas del salitre. Esos veinte mil iquiqueños que ellos y ellas arguyen, tienen relación con aquellos iquiqueños e iquiqueñas nacidos al amparo y la gracia de la explotación del salitre. Corresponden pues, a una etapa de la modernidad iquiqueña en la que esta ciudad se construyó gracias al aporte de miles de migrantes que llegaron con sus sueños a fundar una nueva utopía. Los Hijos del Salitre, son el producto del amor de esas miles de esperanzas. De allí, por ejemplo, los Carmona-Fistonic, los Lozán-Jiménez, los Aguilera-Sanquea, los Mandarelis-Gandolfo, y suma y sigue. El iquiqueño, nunca fue químicamente puro. El chango, en última instancia, tampoco lo fue.
Así como hubo Hijos del Salitre, también hay Hijos de la Anchoveta, son aquellos producto del boom pesquero de los 60. Corresponden a los hijos e hijas que nacieron en Iquique, cuando la ciudad empezó a poblarse después de las banderas negras. Son los “chamayitos” por decirlo de algún modo, cuyos padres llegaron atraídos por el “olor a progreso” que vomitaban las pesqueras en el ex-balneario de El Colorado.
Sin embargo, también están los hijos de la Zofri. Aquellos que nacieron bajo el resplandor falso o no, del oro de Taiwán. Al igual que los anteriores, llegaron en busca de la Nueva California. Sus hogares están ornamentados con la estética de esta actividad. Gozan de autos y de saca cuescos de aceitunas, de gobelinos y de compac disc. Son los “zofritos”, pero como ya lo hemos dicho, made in Iquique.
Finalmente, nacen los nuevos iquiqueños, entre turnos de siete por uno, producto de la nueva actividad minera, esta vez en las alturas, cerca de los Mallkus. Son los hijos de Doña Inés, que al igual que los enganchados de comienzos del siglo XX, llegaron a Iquique, encontrándolo feo, y llorando al partir. La guayaba, hace milagro, dice mi tía Electra.
Todos ellos, y cada cual a su modo, son iquiqueños. No le podemos pedir a los hijos de Doña Zofri o de Doña Inés, que vibren con la Semana del Salitre, tal como vibra don Luis Taboada. Pero, todos ellos sienten que viven en una tierra especial.
Le corresponde a la educación, a los medios de comunicación generar, en ellos, el puente que permita un diálogo entre todos los hijos de Iquique. El viento de la globalización nos pillará mal parado, si no tenemos los dos pies sobre la tierra. Somos mucho más que esos veinte mil. Y algunos hijos de doña Zofri o de doña Inés, son más iquiqueños que el más pampino. Conozco más de uno.
Yo, estoy en desacuerdo con estos Hijos e hijas del salitre. Esos veinte mil iquiqueños que ellos y ellas arguyen, tienen relación con aquellos iquiqueños e iquiqueñas nacidos al amparo y la gracia de la explotación del salitre. Corresponden pues, a una etapa de la modernidad iquiqueña en la que esta ciudad se construyó gracias al aporte de miles de migrantes que llegaron con sus sueños a fundar una nueva utopía. Los Hijos del Salitre, son el producto del amor de esas miles de esperanzas. De allí, por ejemplo, los Carmona-Fistonic, los Lozán-Jiménez, los Aguilera-Sanquea, los Mandarelis-Gandolfo, y suma y sigue. El iquiqueño, nunca fue químicamente puro. El chango, en última instancia, tampoco lo fue.
Así como hubo Hijos del Salitre, también hay Hijos de la Anchoveta, son aquellos producto del boom pesquero de los 60. Corresponden a los hijos e hijas que nacieron en Iquique, cuando la ciudad empezó a poblarse después de las banderas negras. Son los “chamayitos” por decirlo de algún modo, cuyos padres llegaron atraídos por el “olor a progreso” que vomitaban las pesqueras en el ex-balneario de El Colorado.
Sin embargo, también están los hijos de la Zofri. Aquellos que nacieron bajo el resplandor falso o no, del oro de Taiwán. Al igual que los anteriores, llegaron en busca de la Nueva California. Sus hogares están ornamentados con la estética de esta actividad. Gozan de autos y de saca cuescos de aceitunas, de gobelinos y de compac disc. Son los “zofritos”, pero como ya lo hemos dicho, made in Iquique.
Finalmente, nacen los nuevos iquiqueños, entre turnos de siete por uno, producto de la nueva actividad minera, esta vez en las alturas, cerca de los Mallkus. Son los hijos de Doña Inés, que al igual que los enganchados de comienzos del siglo XX, llegaron a Iquique, encontrándolo feo, y llorando al partir. La guayaba, hace milagro, dice mi tía Electra.
Todos ellos, y cada cual a su modo, son iquiqueños. No le podemos pedir a los hijos de Doña Zofri o de Doña Inés, que vibren con la Semana del Salitre, tal como vibra don Luis Taboada. Pero, todos ellos sienten que viven en una tierra especial.
Le corresponde a la educación, a los medios de comunicación generar, en ellos, el puente que permita un diálogo entre todos los hijos de Iquique. El viento de la globalización nos pillará mal parado, si no tenemos los dos pies sobre la tierra. Somos mucho más que esos veinte mil. Y algunos hijos de doña Zofri o de doña Inés, son más iquiqueños que el más pampino. Conozco más de uno.
Friday, August 19, 2005
Don Victoriano Caqueo
Dice que una hora le tomó hacer la música de esos versos que el Coronel Santiago Polanco Nuño le trajo esa tarde del año 1961. No se acuerda si fue otoño o invierno. Da lo mismo, en el puerto las hojas no se caen y en julio el invierno se deja sentir sólo en La Tirana. Empezó a tararear “Si supimos vencer el olvido” y salió el resto como por encanto.
El ya conocía el olvido. Fue como haberle puesto la banda sonora a esa película que en blanco y negro era Iquique en ese entonces. El olvido se quiso tragar a don Victoriano. Polanco Nuño hizo la letra. El, la música. Ambos son los autores del Himno a Iquique.
El ya conocía el olvido. Fue como haberle puesto la banda sonora a esa película que en blanco y negro era Iquique en ese entonces. El olvido se quiso tragar a don Victoriano. Polanco Nuño hizo la letra. El, la música. Ambos son los autores del Himno a Iquique.
La Playa
Para los iquiqueños ir a la playa no es ninguna gracia. La desgracia es no ir. Hay dos formas por lo menos de estar en ella. La primera consiste en ir en un horario determinado y la segunda es ir a acampar, llevándose literalmente la casa, la tele, perro y gatos incluidos.
Está claro que llegar a Primeras Piedras en la época de las banderas negras era toda una hazaña. Hablar de Chanavallita era toda una epopeya de la que hablábamos todo el año. En 1972 con el cuarto A del Liceo de Hombres y bajo la conducción del eterno Manuel Castro Téllez organizamos el paseo de fin de año. Chanavallita fue la última opción. Descartado Paris y Machu Picchu, optamos hasta de mala gana por esa playa.
En la radio sonaban los éxitos de Toni Ronald con eso de “dejaré las llaves de mi puerta”, pasando a los de Tormenta con su “chico de mi barrio”. Un compañero de curso llamado Mario Vargas -cuyo último apellido no era Llosa- estaba convencido que la argentina se había inspirado en él para componer tan popular como tópica canción. Sandro, el gordo, no el gitano, compañero de curso le avivaba la canción que no era cueca.
La llegada a Chanavallita contrastó notablemente con la presunta llegada a Paris. La oscuridad más absoluta nos recibía con el sonido de la mar de fondo que dicho sea de paso, siempre fue mujer; y no el mar como algunos machistas y puristas de la lengua pretenden afirmar.
En ese entonces Chanavallita era una mísera caleta. La de hoy es incomparable con la de ayer. Lo único que permanece es el agua fría.
En los 60 aún era posible acampar en Cavancha, en el Buque Varado y la Poza de los Caballos. Era Iquique entonces más pequeño y menos ajeno que el de hoy. Las carpas hechas con sacos de harina mostraban sin rubor el logo azul de la Alianza para el Progreso. Una tras otras en una larga hilera daban muestras de una vida social frente al mar. Los niños y los perros, lo juraría eran los más felices.
Los días de semana bajando por O’higgins, por Unión, o bien por Juan Martínez hileras de cabros chicos se tomaban literalmente la playa. A pie pelado - a pata pelá- con trajes de baños hechos en casa en base a un brin negro que vendía el Mono Panchito o el Bazar Obrero, ya desteñido por el sol y la sal, y en la que colgaba orgulloso de una pita un caracol sacado del fondo marino de Cavancha, iniciábamos el peregrinaje. Un par de perros y una gran cámara -una llanta - eran los utensilios para el verano. No hacían faltas toallas, bloqueadores ni quitasoles.
La playa se formaba en base a tribus. Al medio la cámara y alrededor los niños y los perros. Ya en el agua el manejo de la llanta nos remontaba a los viejos changos que se hacían al horizonte en balsas de cuero de lobo marino. En la arena, el ritual de Superman nos esperaba. Cruzada las manos sobre el pecho mojado nos tendíamos en la arena. Al levantarnos se leía, a veces con imaginación, la “S” de Superman.
El espectáculo de la playa se coloreaba cuando llegaba el Marylin, el Luchito y el Simón. La fiesta empezaba cuando intentaban meterse al agua. Entonces todos chapoteábamos y ellas -ellos, no existía la palabra gay- daban muestra de un histriónico histerismo. Los tres definieron, a su modo, gran parte de nuestra identidad cultural.
A la seis era la hora señalada. El Granaderos baja -no sé porque tradición- la bandera y con ello el regreso a casa. Nadie quería llevar la cámara. El olor a pan de la tarde nos invadía hasta los huesos. Las monjas del Asilo de Ancianos nos apaciguaban el hambre. Otras señoras que mojaban la tierra nos daban agua.
En un berlín o en un vaso de chicha cabían todos nuestros sueños.
Está claro que llegar a Primeras Piedras en la época de las banderas negras era toda una hazaña. Hablar de Chanavallita era toda una epopeya de la que hablábamos todo el año. En 1972 con el cuarto A del Liceo de Hombres y bajo la conducción del eterno Manuel Castro Téllez organizamos el paseo de fin de año. Chanavallita fue la última opción. Descartado Paris y Machu Picchu, optamos hasta de mala gana por esa playa.
En la radio sonaban los éxitos de Toni Ronald con eso de “dejaré las llaves de mi puerta”, pasando a los de Tormenta con su “chico de mi barrio”. Un compañero de curso llamado Mario Vargas -cuyo último apellido no era Llosa- estaba convencido que la argentina se había inspirado en él para componer tan popular como tópica canción. Sandro, el gordo, no el gitano, compañero de curso le avivaba la canción que no era cueca.
La llegada a Chanavallita contrastó notablemente con la presunta llegada a Paris. La oscuridad más absoluta nos recibía con el sonido de la mar de fondo que dicho sea de paso, siempre fue mujer; y no el mar como algunos machistas y puristas de la lengua pretenden afirmar.
En ese entonces Chanavallita era una mísera caleta. La de hoy es incomparable con la de ayer. Lo único que permanece es el agua fría.
En los 60 aún era posible acampar en Cavancha, en el Buque Varado y la Poza de los Caballos. Era Iquique entonces más pequeño y menos ajeno que el de hoy. Las carpas hechas con sacos de harina mostraban sin rubor el logo azul de la Alianza para el Progreso. Una tras otras en una larga hilera daban muestras de una vida social frente al mar. Los niños y los perros, lo juraría eran los más felices.
Los días de semana bajando por O’higgins, por Unión, o bien por Juan Martínez hileras de cabros chicos se tomaban literalmente la playa. A pie pelado - a pata pelá- con trajes de baños hechos en casa en base a un brin negro que vendía el Mono Panchito o el Bazar Obrero, ya desteñido por el sol y la sal, y en la que colgaba orgulloso de una pita un caracol sacado del fondo marino de Cavancha, iniciábamos el peregrinaje. Un par de perros y una gran cámara -una llanta - eran los utensilios para el verano. No hacían faltas toallas, bloqueadores ni quitasoles.
La playa se formaba en base a tribus. Al medio la cámara y alrededor los niños y los perros. Ya en el agua el manejo de la llanta nos remontaba a los viejos changos que se hacían al horizonte en balsas de cuero de lobo marino. En la arena, el ritual de Superman nos esperaba. Cruzada las manos sobre el pecho mojado nos tendíamos en la arena. Al levantarnos se leía, a veces con imaginación, la “S” de Superman.
El espectáculo de la playa se coloreaba cuando llegaba el Marylin, el Luchito y el Simón. La fiesta empezaba cuando intentaban meterse al agua. Entonces todos chapoteábamos y ellas -ellos, no existía la palabra gay- daban muestra de un histriónico histerismo. Los tres definieron, a su modo, gran parte de nuestra identidad cultural.
A la seis era la hora señalada. El Granaderos baja -no sé porque tradición- la bandera y con ello el regreso a casa. Nadie quería llevar la cámara. El olor a pan de la tarde nos invadía hasta los huesos. Las monjas del Asilo de Ancianos nos apaciguaban el hambre. Otras señoras que mojaban la tierra nos daban agua.
En un berlín o en un vaso de chicha cabían todos nuestros sueños.
¡Grande Diego!
¿Quién dijo que todo estaba perdido? cantaba Fito Paéz y ese verso le cae como anillo al dedo al 10. Diego Armando Maradona ha vuelto. Les ganó a todos. A todos se los pasó. La mismísima muerte no supo que hacer frente a tanta gambeta. El pibe de oro está de vuelta. Y en gloria. Y en majestad.
La hinchada lo mejoró. Hay que reconocerlo. Esa hinchada de todo el mundo que siempre creyó en él, que siempre lo entendió. Y él, agradecido, nos supo devolver la mano. Nos puso de nuevo el corazón en lugar donde debe domiciliarse.
Pero el 10 nos tiene preparada otras sorpresas.
Grande Diego.
Hablar en iquiqueño
Somos también -o mejor dicho fuimos- una determinada forma de hablar. Usábamos palabras que venían de otras latitudes, pero las adecuamos a nuestro léxico, hasta el extremo de creerlas propias. Y lo son, tanto como lo es el Cerro Esmeralda o la balsa que ya no existe en Cavancha.
Lo que sucedió es que iquiqueñizamos las miles de palabras que el migrante trajo a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Hicimos una kalapurka entre las palabras andinas -quechuas y aymaras- el inglés, el francés, el chino, el alemán y construimos un sabroso plato de palabras que parecían revitalizarse cada vez que las soltamos al viento. Eramos de una u otra manera, las palabras que pronunciamos. El salitre nos abonó nuestra forma de hablar, tal como lo hizo el guano.
Y ahí están de boca en boca, pero de nuestros mayores. De aquellos que más que hombres y mujeres son la memoria de este Puerto que supo vencer nada más y nada menos, que al olvido, soportando el ocaso tenaz que venía de Santiago. Entonen el himno a Iquique de Polanco y Caqueo y me encontrarán razón.
Eramos elegantes con el paletó azul que la sastrería London de Iván Vera-Pinto Téllez, confeccionaba en la calle Baquedano. Era tal la elegancia de los profesores de ese entonces que por lo mismo le decían Chute. El Chute Cavieres además de su elegancia fue campeón de Chile. Hubo un chute elegantísimo - and for ever young- que se llama Godofredo Morales, y que fue bautizado como Falabella, antes que esta multinacional llegara a Iquique.
Mi padre se enfadaba con los krumiros, cuando éstos echaban a perder la huelga de los ferroviarios. De allí que propusiera que deberían parar las chalas. Mucha gente estiraba el charqui con esas actitudes. En las tardes del domingo -fomingo dicen algunos- cuando la lata se ponía como se pone el care gallo, los iquiqueños iban a la Plaza Prat a solazarse con la tremenda champa que lucía la rubia Amanda. Entonces su cabellera era la imagen pura del Shampoo Sinalca. El champa Aguirre era el más conspicuo de los peregrinos que se paseaba por esa Plaza llena de arboles y sin autos bajo nuestras medias suelas. Charqui y champa eran palabras quechuas que usábamos antes que existiera la Conadi, y las ONGs dedicadas al rubro.
Y que decir del piquichuqui que la heladería Stanka, en pleno invierno iquiqueño (si es que había esa estación, porque hasta el clima ha cambiado, dicen), fabricaba de un modo artesanal. La sed la saciábamos no con agua mineral, sino con Chuzmiza. Hay un abogado iquiqueño que en plena capital, pide suelto de cuerpo, que le traigan una Chuzmiza. Los mozos no entendían nada. El, como mucho de nosotros creía que el mundo se sintetizaba en Iquique.
Ahora hemos integrado otras palabras. Nos arropamos con otras pieles para no andar calatos. En una de esas se nos tercia Juan Valdivia sonriendo con esos bigotes amables. Me dice Juanito: nos estamos quedando atrás, pero nunca como para llegar chupa. Para llegar a donde queremos llegar hay que correr a todo chancho o a todo full. Lo que no quiere decir que chancho en inglés sea full. Y que Iquique sea Miami.
Lo que sucedió es que iquiqueñizamos las miles de palabras que el migrante trajo a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Hicimos una kalapurka entre las palabras andinas -quechuas y aymaras- el inglés, el francés, el chino, el alemán y construimos un sabroso plato de palabras que parecían revitalizarse cada vez que las soltamos al viento. Eramos de una u otra manera, las palabras que pronunciamos. El salitre nos abonó nuestra forma de hablar, tal como lo hizo el guano.
Y ahí están de boca en boca, pero de nuestros mayores. De aquellos que más que hombres y mujeres son la memoria de este Puerto que supo vencer nada más y nada menos, que al olvido, soportando el ocaso tenaz que venía de Santiago. Entonen el himno a Iquique de Polanco y Caqueo y me encontrarán razón.
Eramos elegantes con el paletó azul que la sastrería London de Iván Vera-Pinto Téllez, confeccionaba en la calle Baquedano. Era tal la elegancia de los profesores de ese entonces que por lo mismo le decían Chute. El Chute Cavieres además de su elegancia fue campeón de Chile. Hubo un chute elegantísimo - and for ever young- que se llama Godofredo Morales, y que fue bautizado como Falabella, antes que esta multinacional llegara a Iquique.
Mi padre se enfadaba con los krumiros, cuando éstos echaban a perder la huelga de los ferroviarios. De allí que propusiera que deberían parar las chalas. Mucha gente estiraba el charqui con esas actitudes. En las tardes del domingo -fomingo dicen algunos- cuando la lata se ponía como se pone el care gallo, los iquiqueños iban a la Plaza Prat a solazarse con la tremenda champa que lucía la rubia Amanda. Entonces su cabellera era la imagen pura del Shampoo Sinalca. El champa Aguirre era el más conspicuo de los peregrinos que se paseaba por esa Plaza llena de arboles y sin autos bajo nuestras medias suelas. Charqui y champa eran palabras quechuas que usábamos antes que existiera la Conadi, y las ONGs dedicadas al rubro.
Y que decir del piquichuqui que la heladería Stanka, en pleno invierno iquiqueño (si es que había esa estación, porque hasta el clima ha cambiado, dicen), fabricaba de un modo artesanal. La sed la saciábamos no con agua mineral, sino con Chuzmiza. Hay un abogado iquiqueño que en plena capital, pide suelto de cuerpo, que le traigan una Chuzmiza. Los mozos no entendían nada. El, como mucho de nosotros creía que el mundo se sintetizaba en Iquique.
Ahora hemos integrado otras palabras. Nos arropamos con otras pieles para no andar calatos. En una de esas se nos tercia Juan Valdivia sonriendo con esos bigotes amables. Me dice Juanito: nos estamos quedando atrás, pero nunca como para llegar chupa. Para llegar a donde queremos llegar hay que correr a todo chancho o a todo full. Lo que no quiere decir que chancho en inglés sea full. Y que Iquique sea Miami.
Iquiqueñizar
Se habla de la globalización. Se dice que es una oportunidad. Se dice que es una amenaza. Los primeros arguyen que gracias a ella, podemos abrirnos al mundo. Los segundos, plantean que es el fin de la identidad cultural. Ambas posiciones son extremas y veremos por qué.
La globalización es un fenómeno que sirve para designar, entre tanto otros aspectos, la idea de que el planeta ya no es una figura astronómica, sino que es el territorio donde todos nos encontamos relacionados entre sí. Esto quiere decir que gracias a las comunicaciones, el mundo se ha hecho pequeño. De allí la metáfora de la aldea global. Estamos más intercomunicados entre sí. El internet ha provocado profundos cambios en nuestros códigos de comunicación. Algunos hablan de la “cocacolización” o de la “macdonalización” de la sociedad. El mundo parece llenarse de no-lugares. Es decir, de aquellos espacios artificiales que carecen de historia y de referencias simbólicas con el pasado y el presente. Un Mac Donalds es un no lugar. La plaza Condell es un lugar.
Obviamente que la globalización es una oportunidad. Pero como tal hay que saber como aprovecharla. Y ese constituye el desafío: cómo. Lo global nos remite inmediatamente a lo local. La tensión entre ambos es lo que preocupa. Nadie vive en un ambiente globalizado. Ni siquiera el parisiense o el neoyorquino. Ambos, por citar un ejemplo, habitan en lo local. El caso vale para su contrario. Solamente los pueblos que no han sido alcanzado por la “civilización”, me imagino una tribu amazónica, vive en lo local. De allí que sea falsa esa tensión.
Alguien inventó un nuevo concepto para designar el tipo de relación que quiero señalar. Vivimos en lo local, pero en un ambiente de globalización. Habitamos la “glocalización”. Es decir en un espacio donde ambos se juntan. Pero para que ello resulte necesitamos fortalecer lo local. Pero, no como antítesis de lo global, sino como complemento. Esto implica robustecer nuestra identidad local. Y es aquí donde están nuestras debilidades.
Es cierto que la identidad cultural no se fortalece con decretos ni con ordenanzas municipales. Ayuda a crear identidad el respeto y valorización de nuestra historia. Conocer como el Iquique del 1900 recreó una serie de conductas que la perfilaron como ciudad con personalidad propia. Conocer nuestra literatura y ver como en ella se expresó el espíritu cosmopolita de entonces. Conocer como a través del deporte nos internacionalizamos de la mano del Tani o de Arturo Godoy. Se es iquiqueño a bordo del tren longitudinal o de un Mercedes Benz, se es iquiqueño navegando en internet o nadando a la balsa que ya no existe en el Balneario Municipal. Se es iquiqueño tomando té con yerba luisa mientras observando el CNN en español. Pero, ello implica conocer donde acaba lo uno y donde empieza lo otro. En fin...
Lo que falta es iquiqueñizar la globalización. Traducirla a nuestras propias coordenadas de tiempo y de espacio. Sin embargo, para iquiqueñizar hay que ser consciente de donde venimos y para donde vamos. Hoy, ambas cosas no la sabemos muy bien. Aunque hay algunos que nos están conduciendo a Miami, olvidando que podemos ser ciudad global teniendo veredas de maderas.
El Cementerio: barrio de Iquique
Los vivos han de convivir con los muertos. Y para ello, los primeros han diseñado un espacio para los segundos. En el Cementerio, los vivos entierran a sus muertos.
El crecimiento de los cementerios está en directa relación con el aumento de los vivos. En Iquique, el del 2000, con su 200 mil habitantes, hay tres cementerios. El Nº1, el Nº 3 y el Parque del Sendero. Los dos primeros, aún tienen la nominación antigua, al igual que las escuelas básicas y medias. Ambos son municipales. El Parque del Sendero, representa la nueva tendencia de la vida actual: la privatización de la muerte. Y con ello, se estratifica aún en la otra vida, las diferencias sociales. El Nº1 y el Nº 3, siguen siendo los tradicionales. Los que allí habitan aún expresan al Iquique pre-zofri. El Nº 2, ubicado donde hoy está la población Jorge Inostrosa, desapareció en la década de los 60. Allí, en sus fosas comunas fueron depositados, los masacrados de la escuela Santa María aquel 21 de diciembre de 1907. Otros recintos del siglo 19 y principio del 20, desaparecieron totalmente. Hubo uno cerca de El Colorado y otro en el sector de El Morro.
Antes del cementerio 1,2 y 3 los iquiqueños ocuparon otros lugares para enterrar a sus muertos. El arqueólogo Julio Armando Sanhueza nos entrega una interesante información al respecto. Se refiere a dos sitios. El llamado “Panteón Católico Peruano” ubicado en los antiguos patios de máquina de los ferrocarriles del Estado, y el otro ubicado en el Ministerio de Obras Públicas en las calles Serrano y Covandonga. Este lugar está reconocido como el lugar de asentamiento más antiguo de nuestra ciudad.
Por su parte y siguiendo a Sanhueza, el llamado “Panteón Católico Peruano” se ubicaba en los ferrocarriles del Estado. Data de cuando Tarapacá era del Perú. Dice el mencionado autor que se encontraba al inicio de la calle Barros Arana que corre de Norte a Sur y bajo los cimientos de la actual cárcel
El Cementerio Nº 1, fue creado en el 1890, en el sector norte de la ciudad. En 21 de mayo entre San Martín y Bolívar se alza una inmensa arquitectura en la que cada domingo familiares acuden a visitar a sus deudos.
Este recinto, puede ser visto como uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Sus nichos y bóvedas representan buena parte de la historia de la ciudad. En sus lápidas es posible hallar los hechos más significativos que ha vivido la ciudad.
Sus calles, las más antiguas, albergan al Iquique cosmopolita de principios de siglo. Sin importar diferencias conviven los chinos con los sirios, los españoles con los italianos. Otros, como el caso de las colonias, optaron por vivir la muerte juntos. De este modo, los españoles, los yugoslavos, los peruanos, los chinos, por ejemplo construyeron en sus bóvedas, un pedazo de su patria. Otros grupos, como los artesanos y los masones lo hicieron de igual modo.
Quienquiera observar como era el Iquique del 1900 no tiene más remedio que ir al Cementerio. El Cementerio, al menos el Nº 1, representa no sólo la memoria de la ciudad, sino que también expresa los cambios que Iquique ha sufrido.
Wednesday, August 17, 2005
Ultima pelea de la noche
Con sendas veladas boxeriles que se llevaron a cabo el 9 y 10 de marzo, la extensa familia del box, despidió a la Casa del Deportista. Lo del viernes fue un ajuste de cuenta con el pasado. La estética y el rigor de los años 50 estuvieron presentes como dicta el bolero “Parece que fue ayer”. Era el cielo estrellado con tantos campeones de Chile comulgando con la nostalgia. Tuve la suerte de conocer en vivo a Guillermo Vicuña Cisternas (lo conocía por la revista Estadio) y a Juan “Chucheta” Díaz, alternar con el “Oso” Manque, abrazar a Mario Gárate, palmotear al “Yoma” Guerrero, dialogar con Rafael Prieto, bromear con el gran Joaquín Cubillos, darle la mano al “Chita” Silva, y sobre todo admirar una vez más a “Maravilla” Prieto. Lo del viernes, insisto fue un ejercicio de nostalgia. Fue cultivar el jardín de la memoria, añorando un Iquique deportivo que encontró en el box su mejor carta de presentación.
La Casa del Deportista, fue el mejor referente deportivo que tuvo Iquique. Y lo fue no sólo del deporte, sino que también de lo social, cultural y político. La vida social del puerto hallaba en este recinto de hormigón armado su mejor caja de resonancia. Escenario de shows musicales como el que protagonizó Salvatore Adamo, la actuación del Circo de Praga, la memorable pelea de “Maravilla” Prieto con Raúl Astorga, hasta el histórico partido de básquetbol que protagonizó el comandante Fidel Castro, vistiendo la camiseta del Iquitados (aunque mejor le hubiera sentado la La Cruz), pero en fin. Sin embargo, también tuvo días oscuros, como aquel 5 de noviembre de 1966 cuando se clausura por insalubre.
Fueron famosos sus personajes. Arturo Carreño, el más querido de todos que animó con su sentido de humor las noches del deporte. O aquel cuidador que cariñosamente le decíamos “El Monje Loco” por su parecido a la caricatura de la revista mexicana. Las noches del básquetbol de verano fueron clásicas. Inolvidable la barra de La Cruz que animó a los crucianos, con canciones y talla de la mano del Tony y la “Oveja, el “Loco” Miguel y tantos otros. Fue la mejor barra, la mejor organizada que movilizaba a la Plaza Arica para animar al “Mario Olivares” o al “Santiago White”.
Sin duda, la Casa del Deportista fue el escenario del box. Y para ello fue construida gracias a la labor del Dr Raúl Sierralta y otros tantos dirigentes. Allí los peloduros tejieron sus sueños de campeones de Chile, lo mínimo a lo que podían aspirar.
El box estuvo asociado a la Banda del Litro, otra referencia indiscutible de esta actividad. Por ello, la noche del sábado fue reconocida por la Asociación Centro que, además venció con holgura a los peruanos. Pero, el estética del box está incompleta sin refererirse a los personajes que desde la galería resumen la pelea en un par de frases. “Chambeco” fue uno de ellos, y quizás el mejor. En la época del box estudiantil el “Rubio Gómez” fue el cronista de la talla. Como aquella que me contó el campeón latinoamericano Guillermo Vicuña Cisternas. Se enfrentaba el “Tuerto” Astudillo con el “Tuerto” Sánchez, el árbitro era el “Tuerto” Tapia. Era tan mala la pelea, que desde la galucha alguien gritó: “Chucha, la pelea pa’ tuerta”. Con la tallas del box, hay para escribir un libro. El sábado, la anécdota corrió por cuenta del locutor, quien anunció el enfrentamiento entre iquiqueños y peruanos y que para evitar groserías al interpretarse los himnos nacionales, le pedía al público ponerse de pie, para cantar el... “Himno a Iquique”. Después la canción del adiós y fuera los seconds.
La Casa del Deportista
Con la demolición de la Casa del Deportista construida en 1968, el llamado centro comercial de Iquique, empieza definitivamente a perder su fisonomía cultural.
Aunque a decir verdad, ese monstruo de hormigón armado no representaba en nada el estilo iquiqueño de construir. Sin embargo, esa gran mole, fea por cierto, tuvo su encanto y su belleza en el uso que se le dio. Fue como dicen los comentarista un “coliseo deportivo con un largo historial”. Fue el producto de una larga lucha en plena época de las banderas negras. Demolidos el “Garden Ring” y el “Castro Ramos”, el deporte se empezó a quedar huérfano de recintos deportivos. La Casa del Deportista fue el albergue y la nueva referencia. Su historia resume en buena parte la historia social, cultural y deportiva de la “Tierra de Campeones”.
Fue una obra de progreso para su época. Más aún si se hizo en pleno centro, lo que venía a respaldar la intensa actividad deportiva de esos tiempos. Demolida la Ilustre Municipalidad y en pocos días más la Casa del Deportista, uno se pregunta que se irá a construir allí. Se habla de un mall. En diagonal, la tienda La Ideal, el gran referente de la vida comercial iquiqueña, dio paso a una fealdad de vidrio que no se compadece en nada con nuestro patrimonio arquitectónico. Y los ejemplo suman y siguen. De allí que sea legítima la pregunta y urgente la respuesta acerca de lo que allí se va a construir, cómo y qué diseño va a tener. Me atrevo a decir que la Plaza Condell y el puesto de revista de Manuel González, la tienda La Riviera y La Francesa por la calle Serrano son los emblemas de un Iquique tradicional. Esos negocios viven rodeados por el mal gusto en cuanto a construcción se refiere.
Cuando se presentó en público el proyecto de la restauración de las casas donde funcionó la Universidad del Norte, sede Iquique, nos alegramos, ya que por fin se valoraba el patrimonio arquitectónico. En esa perspectiva la Compañía Minera doña Inés de Collahuasi ha entendido el sentir de la comunidad iquiqueña al embarcarse en ese proyecto.
Construir un edificio en Tarapacá con Vivar donde majestuoso e inútilmente vivió el único semáforo que hubo en Iquique, es una tremenda responsabilidad. Construir es intervenir un espacio público que tiene demasiada historia. La vieja Recova iquiqueña y la Casa del Deportista ocuparon esos espacios donde se desarrolló lo mejor de la vida cotidiana de nuestros padres y abuelos.
La empresa que construya tiene una gran responsabilidad histórica y estética. Se debe armonizar con lo que hay y con lo que vendrá. El rol de los organismos fiscalizadores y competentes es de vital importancia, para así generar una identidad de este sector. Lo que menos debe hacerse es crear un híbrido donde la armonía no esté presente. Nadie pide que se construya de madera. Pero, si tenemos el legítimo derecho, por ser un espacio público y ciudadano, de exigir un tipo de construcción donde intervenga el buen gusto, la historia y el futuro entre otros aspectos.
Una pregunta y una petición para don Adrián Rivas, presidente del Consejo Local de Deportes ¿Qué pasará con las pinturas del Tani y Godoy?. Y la pedida es: me podrá regalar el letrero del sponsor más tradicional de Iquique: Fuente de Soda “El Dándalo”. Gracias.
Adiós Verano
Cada vez el verano se nos hace más corto. Y no es por que la tierra gire más rápido, sino por el simple hecho de que los comerciantes, al finalizar enero, llenan sus tiendas con uniformes escolares. Jumperes, cotonas y corbatas en pleno verano, nos recuerdan que ya se acerca el mes de marzo. A esta altura el tercer mes del año parece ser el más traumático de todos. Febrero es el mes de transición en que nos movemos entre el agua del placer y de la obligación. Y para colmo tiene sólo 28 días. Salva a este mes el carnaval, no el oficial, sino aquel que El Morro y El Matadero luchan por mantenerlo bajo su autonomía. El otro, el oficial es copia y nada más. Copia que se va como el humo de la canción.
Pero al verano lo que es del verano. Miami se apoderó definitivamente de las arenas cavanchinas. Ir a la playa dejó de ser el ritual de antes. En el pasado, ir a Castro Ramos o Saint Tropez, significaba comulgar con la naturaleza. Hoy ir a bañarse es meterse en una especie de mall, donde la bulla que emiten los parlantes, no nos dejan escuchar el ruido de las olas. La sociedad de consumo se nos mete hasta los poros. La bebida más famosa del mundo, las chiquillas más flacas del orbe y la música más estridente del universo, triangulan para aumentar el estrés. Para colmo ya no existe la balsa, el Dr. Olguín ha perdido otra referencia más de nuestro Ike-Ike.
Tendidos en la arena somos criaturas a expensas de las fuerzas del consumo. La parafernalia -sinónimo de este Iquique sound- invade nuestro cuerpo semi-desnudo. Cavancha dejó de ser una playa salvaje. Ha sido civilizada por los bárbaros del mercado. Nos queda Playa Brava y las decenas de playas al sector sur que aún mantienen un aire de virginidad.
Hace tiempo, mucho tiempo que Cavancha dejó de pertenecernos. Falta poco para que nos cobren peaje. Una vez fue playa de camping. Cientos de carpas hechas con sacos harineros, soberbias y albas, se posaban sobre sus arenas. Entonces tener una carpa de esa que vendía Tonko Mitrovic era un lujo y un sueño. Carpas hechas con los sacos de la Alianza para el Progreso, fue lo único que agarramos de la “filantropía” de Kennedy, de John.
Por mucho tiempo el litoral nuestro simbolizó, en su ocupación las diferencias sociales y de clases de este Iquique tan nuestro como ajeno. De norte a sur, y por las mañanas la clase alta -si es que la había- y la media, se apoderaban de todo el sector. En las tardes, en el sector del Balneario, el pueblo, con sus perros, sin toallas ni quitasoles, con marcas de superman en el pecho -el tatuaje del pueblo-, con grandes cámaras, thermos y pan con palta, invadían la playa. Familias de colores nativos, medios rubios de tanta sal marina se paseaban como “Pedro por su casa”. Entonces hasta olía diferente, la arena. Era el aroma de los berlines que a eso de las cinco de la tarde abría hasta el apetito más hermético. Al norte, a la otra punta, la burguesía nativa y sus primos del sur, blancos y rubios, en tablas, con dos metros de toallas, bloqueadores factor 70, quitasoles “made in taiwan”, soñando con una foto para la vida social de una revista santiaguina. O para el reportaje de TV que nadie nunca ve, se apropia de este océano no tan pacífico a veces. En fin, en la playa, cohabitan también esos dos Iquique distantes, el Iquique-Miami y el Iquique real, de carne y hueso.
La historia por los poros
En Iquique el que no es campeón de Chile es historiador. Cada uno de los iquiqueños guarda celosamente en su velador un libro o un recorte de historia de algún episodio de nuestro pasado. Otros, evocan a aquel pariente que murió o bien que se salvó en la matanza de la escuela Santa María. El colmo es cuando coincide en una misma persona el historiador y el campeón de Chile. No conozco a ese privilegiado. Aún no tengo el gusto.
Siendo Iquique una ciudad donde la historia con mayúscula es parte vital de nuestro modo de ser, llama la atención que ésta no se refleje en nuestra vida cotidiana. Llama la atención que no haya ningún letrero -señáletica le llaman ahora- que indique, por ejemplo, en qué casa de la calle Baquedano se constituyó la Junta que derrocó a José Manuel Balmaceda. O que señale el sitio donde se imprimía “El Despertar de los Trabajadores”, o lo que quedó de la casa de John Tomas North. Y que decir, del monolito a los mártires de la escuela Santa María que alguna vez hubo en el Cementerio Nº 2.
Llama la atención también que las casas donde nacieron los poetas María Monvel y Oscar Hahn no tengan ninguna señal distintiva, como tampoco los años en que la feminista Teresa Wilms Montt vivió en el puerto mayor. Lo mismo sucede con los novelistas María Elena Gertner y Luis González Zenteno. En el campo de la música popular, no quedan huellas del paso de Gilberto Rojas, autor del vals “Iquique” ni de Santiago Polanco Nuño autor del tercer Himno a Iquique. En las artes sucede lo mismo con Enrique Campuzano. Y la lista puede ser interminable.
El depósito de la historia deportiva, por ejemplo, el museo, obra y gracia de Hernán Cortés Heredia, quedó embalado en cajas en la calle Baquedano. Ahora que el intendente es Patricio Zapata, tenemos esperanzas que nos entregue una casa digna para el Museo del Deporte. Su paso por la Digeder debería comprometerlo con esta idea que alguna vez Patricio de Gregorio ofreció.
Lo anterior resulta fácil de explicar. Esta ciudad, a nivel de sus gobernantes, sufre de desmemoria y de desconocimiento histórico. Maravillados por el oro de Miami, entienden que el pasado es un lastre y no una fuente de inspiración para el futuro. De allí el desapego a lo que fuimos; de allí la amnesia; de allí la bronca con la historia.
Los poros de Iquique traspiran esa historia con mayúsculas. Esa historia que nuestro Luis González Zenteno definió como mezcla entre rebeldía y fatalismo. De ese producto nos alimentamos y nos alzamos “los hijos del salitre”. De allí la queja y la rabia.
Saturday, August 13, 2005
Murió don Victoriano
Bernardo Guerrero Jiménez
Victoriano Caqueo Cholele, hijo ilustre de Iquique, recibió esa distinción cuando tenía 102 años. Oriundo de Mamiña, nació el 19 de Diciembre de 1902, encontró en la música la manera de expresarse. Como muchos de su tierra de origen no le fue difícil cambiar, o mejor dicho alternar, los instrumentos de vientos como el sikus o la zampoña, por una tuba o un saxo. Murió en su casa, en su cama, el 6 de agosto de 2005.
Cuando hizo su servicio militar, resultó casi natural ingresar a la banda de música. Ese era su lugar. Esa era su barricada. De allí cada domingo o en cada desfile de los muchos que hay en Tarapacá, Victoriano se emocionaba sacándole melodías a esos bronces brillantes como el sol de su natal “Niña de mis Ojos”.
La iquiquiñez ha perdido a uno de sus hijos pródigos. Ha perdido al hombre que le puso la música a los versos de ese afuerino que escribió el himno a Iquique. Santiago Polanco Nuño, oriundo de Viña del Mar, halló en esta ciudad lo que todos encontramos aquí. El coronel se alió con el brigadier y de todo ello resultó esa canción-marcha que cantamos cada vez que el sentimiento y la identidad se nos funde en una sola cosa. Antes, es cierto, lo entonábamos cuando algún equipo nuestro, o algún boxeador, nadador, tenista de mesa, nos hacía vibrar con un triunfo. Hoy, los entonamos cada vez que uno de los nuestros se nos va. Y lo estamos cantando muy seguido.
Don Victoriano Caqueo, compuso además de nuestro himno patrio, el de Tarapacá y el del Regimiento Granaderos. Jubiló de las Fuerzas Armadas el 30 de junio de 1960. Había ingresado al Ejército el 1 de noviembre de 1923. Su longevidad lo convirtió en el militar retirado más antiguo de Chile. Y creo que nadie lo va a superar. Don Victoriano era un perfeccionista. No soportaba el más leve desafino en la música, menos en la del Himno a su ciudad.
No vamos a pedir a través de este relato que una calle lleve su nombre ni cosa que se parezca. Ya sabemos el destino que estas rogativas tienen. Simplemente enfatizar que con la muerte de don Victoriano se nos va un representante más de aquella generación de iquiqueños que se formaron bajo el rigor de la crisis de los años 30 al 60.
Se nos fue un referente de nuestra identidad cultural que solía expresarse, cada vez que cantábamos ese himno que representa tan bien los años 60, cuando la industria pesquera nos anunciaba con esos humos y esos malos olores que la ciudad emprendía un nuevo rumbo. Don Victoriano, era de esos que “supieron vencer al olvido”. Era un sobreviviente “que supo vencer el olvido”. De esos miles que “soportaron el ocaso tenaz”.
Victoriano Caqueo Cholele, hijo ilustre de Iquique, recibió esa distinción cuando tenía 102 años. Oriundo de Mamiña, nació el 19 de Diciembre de 1902, encontró en la música la manera de expresarse. Como muchos de su tierra de origen no le fue difícil cambiar, o mejor dicho alternar, los instrumentos de vientos como el sikus o la zampoña, por una tuba o un saxo. Murió en su casa, en su cama, el 6 de agosto de 2005.
Cuando hizo su servicio militar, resultó casi natural ingresar a la banda de música. Ese era su lugar. Esa era su barricada. De allí cada domingo o en cada desfile de los muchos que hay en Tarapacá, Victoriano se emocionaba sacándole melodías a esos bronces brillantes como el sol de su natal “Niña de mis Ojos”.
La iquiquiñez ha perdido a uno de sus hijos pródigos. Ha perdido al hombre que le puso la música a los versos de ese afuerino que escribió el himno a Iquique. Santiago Polanco Nuño, oriundo de Viña del Mar, halló en esta ciudad lo que todos encontramos aquí. El coronel se alió con el brigadier y de todo ello resultó esa canción-marcha que cantamos cada vez que el sentimiento y la identidad se nos funde en una sola cosa. Antes, es cierto, lo entonábamos cuando algún equipo nuestro, o algún boxeador, nadador, tenista de mesa, nos hacía vibrar con un triunfo. Hoy, los entonamos cada vez que uno de los nuestros se nos va. Y lo estamos cantando muy seguido.
Don Victoriano Caqueo, compuso además de nuestro himno patrio, el de Tarapacá y el del Regimiento Granaderos. Jubiló de las Fuerzas Armadas el 30 de junio de 1960. Había ingresado al Ejército el 1 de noviembre de 1923. Su longevidad lo convirtió en el militar retirado más antiguo de Chile. Y creo que nadie lo va a superar. Don Victoriano era un perfeccionista. No soportaba el más leve desafino en la música, menos en la del Himno a su ciudad.
No vamos a pedir a través de este relato que una calle lleve su nombre ni cosa que se parezca. Ya sabemos el destino que estas rogativas tienen. Simplemente enfatizar que con la muerte de don Victoriano se nos va un representante más de aquella generación de iquiqueños que se formaron bajo el rigor de la crisis de los años 30 al 60.
Se nos fue un referente de nuestra identidad cultural que solía expresarse, cada vez que cantábamos ese himno que representa tan bien los años 60, cuando la industria pesquera nos anunciaba con esos humos y esos malos olores que la ciudad emprendía un nuevo rumbo. Don Victoriano, era de esos que “supieron vencer al olvido”. Era un sobreviviente “que supo vencer el olvido”. De esos miles que “soportaron el ocaso tenaz”.
Wednesday, August 10, 2005
21 de mayo en Iquique
Bernardo Guerrero Jiménez
¿Qué significa el 21 de mayo para los iquiqueños? Si usted espera una respuesta categórica a esta pregunta abandone esta crónica. Significa, como todas los eventos, muchas cosas. El heroísmo contenido en esa gesta nadie la discute. El uso que le demos al símbolo mayor es algo que hace muchos años, en la década de los 70, el historiador William Sater ya discutió. La versión española de ese libro, por fin, se editó y causó el revuelo que se expresó en la sección más dinámica que tienen los periódicos, las cartas al director.
El 21 es para los iquiqueños, lo que el 18 debe ser para los talquinos o chillanejos, santiaguinos y serenenses. Es la fecha que marca el inicio del traspaso violento de estos territorios de la soberanía de un estado a otro. En la vida cotidiana, significa feriado. Y los días previos, sones marciales que inundan la ciudad. Jóvenes que ensayan horas y horas para desfilar frente al altar patrio. El resto, desde los más pequeños a los más adultos, se preparan para expresar el mismo testimonio. Somos un pueblo que una vez más ganamos la calle par expresar nuestra identidad veintiunera.
Cuando éramos menos y nos conocíamos casi todos, la ciudad amanecía con sus casas pintadas. La caleta se embanderaba y lucíamos los mejores trajes que las tiendas de entonces nos surtían. “La Princesa Yolanda” de Serrano con Amunátegui, aumentaba considerablemente sus ventas. Que decir de “La Liguria” o de “La Confianza”. Algo similar ocurría con la ferretería “El Tigre”, “Mangini”, o “Las Dos Estrellas”. En “Los Tres Montes”, por su parte sucedía lo mismo, ya que a esa tienda acudíamos en busca de shampoo y de licor. Si el 21 arrastraba otros días festivos, entonces el pan había que comprarlo con antelación, y por supuesto, comerlo frío. El boom de las amasanderías, que ocurre en los años 80, habría de alterar ese hábito y de paso quitarle protagonismo a los panificadores. Entonces Iquique tenía límites geográficos claros y el Cerro Dragón contemplaba libremente su ciudad.
En Iquique el 21 de mayo es más feriado que en otras ciudades. Los iquiqueños se desbandan hacia la boya y hacia los buques de guerra que nos visitan. El aire se llena de marchas militares y de brazas a ceñir. Los marinos hacen su agosto en pleno mes de mayo. En los días de franco recorren la ciudad como buscando algo. Otro saben que ese algo está en la Zofri.
Desfilar es nuestra actividad central. Es nuestra marca mayor que expresa nuestra identidad nacional adquirida como consecuencia de la guerra del Pacífico. Desfilar es recordar y actualizar. Los nortinos, especialmente los iquiqueños somos dados a hablar con el cuerpo: bailamos, jugamos y desfilamos. Es lo mejor que sabemos hacer. Le bailamos a la virgen del Carmen, jugamos cada fin de semana ya sea al fútbol u otro deporte, y desfilamos casi todos los domingos. Si el 16 de julio es el día grande, el 21 de mayo lo es también. Es que somos así…
¿Qué significa el 21 de mayo para los iquiqueños? Si usted espera una respuesta categórica a esta pregunta abandone esta crónica. Significa, como todas los eventos, muchas cosas. El heroísmo contenido en esa gesta nadie la discute. El uso que le demos al símbolo mayor es algo que hace muchos años, en la década de los 70, el historiador William Sater ya discutió. La versión española de ese libro, por fin, se editó y causó el revuelo que se expresó en la sección más dinámica que tienen los periódicos, las cartas al director.
El 21 es para los iquiqueños, lo que el 18 debe ser para los talquinos o chillanejos, santiaguinos y serenenses. Es la fecha que marca el inicio del traspaso violento de estos territorios de la soberanía de un estado a otro. En la vida cotidiana, significa feriado. Y los días previos, sones marciales que inundan la ciudad. Jóvenes que ensayan horas y horas para desfilar frente al altar patrio. El resto, desde los más pequeños a los más adultos, se preparan para expresar el mismo testimonio. Somos un pueblo que una vez más ganamos la calle par expresar nuestra identidad veintiunera.
Cuando éramos menos y nos conocíamos casi todos, la ciudad amanecía con sus casas pintadas. La caleta se embanderaba y lucíamos los mejores trajes que las tiendas de entonces nos surtían. “La Princesa Yolanda” de Serrano con Amunátegui, aumentaba considerablemente sus ventas. Que decir de “La Liguria” o de “La Confianza”. Algo similar ocurría con la ferretería “El Tigre”, “Mangini”, o “Las Dos Estrellas”. En “Los Tres Montes”, por su parte sucedía lo mismo, ya que a esa tienda acudíamos en busca de shampoo y de licor. Si el 21 arrastraba otros días festivos, entonces el pan había que comprarlo con antelación, y por supuesto, comerlo frío. El boom de las amasanderías, que ocurre en los años 80, habría de alterar ese hábito y de paso quitarle protagonismo a los panificadores. Entonces Iquique tenía límites geográficos claros y el Cerro Dragón contemplaba libremente su ciudad.
En Iquique el 21 de mayo es más feriado que en otras ciudades. Los iquiqueños se desbandan hacia la boya y hacia los buques de guerra que nos visitan. El aire se llena de marchas militares y de brazas a ceñir. Los marinos hacen su agosto en pleno mes de mayo. En los días de franco recorren la ciudad como buscando algo. Otro saben que ese algo está en la Zofri.
Desfilar es nuestra actividad central. Es nuestra marca mayor que expresa nuestra identidad nacional adquirida como consecuencia de la guerra del Pacífico. Desfilar es recordar y actualizar. Los nortinos, especialmente los iquiqueños somos dados a hablar con el cuerpo: bailamos, jugamos y desfilamos. Es lo mejor que sabemos hacer. Le bailamos a la virgen del Carmen, jugamos cada fin de semana ya sea al fútbol u otro deporte, y desfilamos casi todos los domingos. Si el 16 de julio es el día grande, el 21 de mayo lo es también. Es que somos así…
Las otras réplicas del terremoto del 13 de julio
Las otras réplicas del terremoto del 13 de junio
El terremoto ha puesto en boca del Chile del centro y del sur palabras que nunca había escuchado: Matilla, Mamiña, Sibaya, Huara, Huaviña entre tantos otros términos aymaras. La prensa santiaguina se ha visto sorprendida por un mundo que ni siquiera imaginaban que existía. Hablaban de aldeas, y la gente que escucha esa palabra, asocia de modo mecánico, la imagen de indios. Y éstos, se asoman con plumas y taparrabos. Cuando el conductor de noticias se refiere a la fiesta de San Lorenzo, habla de una fiesta pagana. Ejerce sin saberlo, violencia simbólica. Hay pues una ignorancia ilustrada. Se habla de patrimonio desde la academia.
Los aymaras dicen costumbre o religión. Se habla de riquezas del pasado, ellos dicen de toda la vida.El Chile moderno que se auto-presenta bajo la forma de mall, costanera norte y telefonía celular, queda "fuera de juego" ante la realidad que el terremoto se ha encargado de hacer visible. La prensa parece un ejército de ocupación, los periodistas corresponsales de guerra, en un territorio que les conmueve, pero que rápidamente lo encapsulan bajo la palabra folklore. Esta palabreja sirve para ocultar la pobreza. O bien, disfrazarlo de modo que duela menos. Estos poblados y su realidad ponen en cuestión al país que celebra tratados de libre comercio con todo el mundo, pero que no puede celebrar tratados con su propia gente para superar la pobreza. Y por favor, no caigamos en la trampa de confundir tradición con pobreza como ciertos antropólogos pretenden.Las secuelas del terremoto no paran. Y no se trata tan solo de pequeños movimientos telúricos, sino que es peor. Se trata de conceptuar que se va a hacer con tanta destrucción. El discurso oficial, bien intencionado por cierto, diseña la respuesta que su lógica le aconseja. Botar todo lo que quedó y sobre este terreno levantar medias aguas. Y en forma provisoria, se agrega. Se ignora que en este país lo provisorio siempre es definitivo. Tendremos las quebradas llenas de mediagua. En invierno frío absoluto, y en verano,calor absoluto.Esta solución "Hogar de Cristo", dista mucho de ser la mejor. Las mediaguas son soluciones pensadas desde la institucionalidad gubernamental y desde la elite caritativa e ilustrada.
Les anima la buena intención, pero hay que ir más lejos aún.
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