Sunday, November 26, 2006

Iquique y Valparaíso de la mano de Víctor Acosta

En los años 50, en las casas de Iquique se escuchaba el vals Iquique, jamás te olvidaré, grabado por el sello Odeón. Años más tarde, al volver escuchar ese disco supe que su autor era Víctor Acosta.

Víctor Acosta es además el autor del vals La Joya del Pacífico, dedicado a Valparaíso, y que inmortalizara Lucho Barrios. El primer vals citado de Víctor Acosta, ha sido regrabado en la voz de Walter Chamaca, y la orquesta de Mario Berríos, en el Disco Compacto Las canciones del Chumbeque a la Zofri, Volumen I y II. En él se recupera a este autor y cantante, quien en el disco 78 rpm, hizo bailar al Iquique puerto-caleta deprimido de la época post-boom del salitre, que transcurre entre los años 30 y los 60.

Víctor Acosta, al juzgar por estas dos canciones pecó de adulterio. Amó a Iquique como si fuera Valparaíso y viceversa. Compartió lealtades con los dos puertos principales de Chile, y de pasó los hermanó. El puente musical que une a los dos puertos lo ayudó a construir este artista.

El amor profesado a Iquique, clandestino tal vez, lo expresa de este modo el cantautor: “Es un amor que nunca olvidaré/ entre mi pecho vive escondido/ Puerto de Iquique/ tú bien lo sabes/ que yo jamás, jamás te olvidaré”.

A juzgar por la información que poseemos Víctor Acosta se paseó por toda la geografía chilena, acompañado de sus guitarras, y de Italo Martínez, Willie Zegarra y Juan Ibarra, entre otros. Participó en circos, animó veladas teatrales, y como si lo anterior fuera poco, compuso valses como los ya reseñados.

El vals que comentamos tiene la particularidad que entrega valiosas informaciones sobre la vida social de Iquique, y que ahora parecen estar en retirada. El Carnaval, y su entierro en Cavancha, el teatro Nacional -consumido por un voraz incendio el 25 de noviembre de 1970- el Shangai un salón de baile de los años 40, son algunos de los hitos fundamentales de la sociabilidad popular iquiqueña de aquel entonces.

Es el Iquique que lucha desesperadamente por salir de la crisis. La desesperación ha llegado a tanto que el 21 de mayo de 1957 la ciudad amanece con la bandera chilena a media asta en señal de protesta contra el centralismo santiaguino. Sólo el deporte, que gatilló la feliz expresión “Iquique, tierra de campeones” hizo el milagro, por lo menos a nivel simbólico, que el centralismo no olvidara a los iquiqueños. Pero volvamos a nuestro cantautor, como se dice ahora.

Víctor Acosta recrea la vida bohemia que todo puerto que se precie de tal necesita para definirse. Si Valparaíso tuvo su Roland Bar, Iquique tuvo su Bar Inglés, su American Bar y su Bar California, que formaban un triángulo, camino al puerto. El humor popular, prefirió la copia al ingenio, y los bautizó como el Triángulo de las Bermudas.

El vals en comento es una declaración de amor a Iquique y es, a la vez, un juramento de fidelidad que todo amante que se precie de tal necesita manifestar: la voluntad del no olvido. Cosas de enamorados, por cierto.

Los recuerdos de Iquique son la principal levadura para hacer fermentar ese amor. Dice Acosta: “Es por eso que viven en mi mente/ los recuerdos que nunca olvidaré/Iquique glorioso te recuerdo/ y jamás yo te olvidaré”.

El legado musical de Víctor Acosta es prácticamente desconocido en la actualidad. Su biografía sigue siendo un misterio. Recuperar su contribución musical, socializar su canto y su música, parecen ser tareas urgentes.

En un país tan dado al olvido y a la mala memoria, cada vez que cantemos La Joya del Pacífico y el Iquique jamás te olvidaré, un rumor de olas de Cavancha y de Las Salinas, del Bar Inglés y del Roland Bar, le estarán homenajeando.

Ahora que Valparaíso es Patrimonio de la Humanidad, los porteños entre otras tantas obligaciones, deberán rescatar del olvido a Víctor Acosta.

Iquique, jamás te olvidaré
Víctor Acosta

Es un amor que nunca olvidaré
entre mi pecho vive escondida.
Puerto de Iquique
tú bien lo sabes
que yo jamás, jamás te olvidaré
Recuerdo yo aquellos días
tan felices en pleno carnaval
recuerdo yo aquellos bailes
tan hermosos en el viejo Nacional.
Es por eso que viven en mi mente
los recuerdos que nunca olvidaré
Iquique como te recuerdo
y jamás yo te olvidaré.

Pueblo iquiqueño yo te recuerdo
cuando en Cavancha enterrábamos el Carnaval.
tanto amigos, yo los recuerdos
cuando en las noches bailábamos
en el Shangai
Recuerdo yo esos días tan felices
en pleno Carnaval,
recuerdo yo aquellos bailes
tan hermosos en el viejo Nacional

Es por eso que viven en mi mente
los recuerdos que nunca olvidaré
Iquique, glorioso te recuerdo
y jamás te olvidaré.


La Joya del Pacífico
Víctor Acosta

Eres el Arco Iris de múltiples colores
tú Valparaíso puerto principal
sus mujeres son preciosas margaritas
son sirenas encantadas de tu mar.

Al mirarte de Playa Ancha lindo puerto
ahí se ven las naves al salir y al entrar
y el marino canta esta canción
yo sin ti ni vivo puerto de mi amor

Del cerro Los Placeres yo me pasé la Barón
me vine al Cerro Alegre detrás de un amor
se fue al Cordillera y yo siempre detrás
porteña buena moza no me hagas sufrir más.

De mis primeros años yo quise descubrir
el misterio de tus cerros jugando al volantín
como mariposas que salen de las rosas
corrí por los cerros hasta el último confín.

Yo me ausenté de ti puerto querido
y al regresar de nuevo me puse a contemplar
la Joya del Pacífico te llaman los marinos
y yo te llamo encanto como Viña del Mar.

La plaza de la Victoria es su centro social
la Avenida Pedro Montt como tú no hay otra igual
más yo quisiera cantarte con todo el corazón
Torpedera de mi ensueño, Torpedera de mi amor.

Todavía... Iquique

¿Qué sabemos de las calles y veredas de Iquique, de sus casas y edificios, de sus hábitos en general que nos remitan a lo que fue esta ciudad-puerto? ¿A quién recurrir para encontrar trazos de esos aspectos que por lo general la historiografía clásica no toma en consideración? Por último ¿cómo registrar las percepciones y auto-percepciones que los iquiqueños y no iquiqueños tienen de esta ciudad? Estas y otras preguntas son las que en este capítulo pretendo responder con el aporte de escritores que han recreado parte importante de la vida de Iquique.

Explicitar las percepciones y auto-percepciones del Iquique de fines de siglo pasado y principios de 1900, sólo se puede hacer a través de la reconstrucción, apoyada en documentación de tipo histórica. Sin embargo, la ausencia de materiales de este tipo, obliga a revalorar otro tipo de fuente: la literatura.


El cuento “Todavía” (1989) del nortino coquimbano Carlos León (1916-1988) ambientado en Iquique en los primeros años del siglo XX, entrega interesantes noticias acerca de nuestra ciudad. Así por ejemplo, a nivel de la vida cotidiana es útil saber acerca del uso del agua salada. Cito a León: “En un ángulo del patio estaba el cuarto de baño, vestido con un artefacto gigantesco, con dos llaves: una para el agua dulce, la otra para la salada”. Aludiendo a que Iquique era verano todo el año señala: “ Dada la naturaleza del clima, nadie se bañaba con agua caliente”.

En relación a los techos de la ciudad., Carlos León agrega: “Como los tejados, en Iquique, eran planos, debido a la carencia de lluvias, nos desplazábamos por ellos como si fueran verdaderos bulevares”. Estos, a su vez estaban cubiertos de conchuelas: “Sin embargo, no podíamos sentarnos, pues los techos de Iquique, planos, estaban cubiertos de conchuelas calcinadas que cortaban como cuchillos, por lo que no convenían pisarlas” . Para qué servían las conchuelas. El mismo León nos contesta: “Ese sistema pretendía impermeabilizar las casas, en caso de lluvia”.

La vida social giraba en gran parte en torno al cine. Recomienda: “Convenía sentarse en el centro de la platea. Era el lugar más seguro, pues desde la galería, tan pronto se apagaban la luces, una lluvia de proyectiles caía sobre los espectadores: trozos de empanadas, pedazos de pan, cáscaras de maní, mientras se dejaban oir chirigotas, apodos pertenecientes a los de platea, carcajadas estrepitosas y ruidos ordinarios que hacían reír a la galería en forma estentórea. No pocas voces se escuchaban gruñidos y ladridos de perros”.

Sobre el Carnaval y sus comparsas, nos dice: “La del Morro, el mío, era bastante extensa. En una de ellas vi una vez, a la cola del desfile, una bellísima prostituta, acompañada de un funcionario de la Caja de Ahorros, tomados de brazo, casi cayéndose de puros borrachos, penetrados, sin embargo, de una alegría demoníaca y gritando como condenados”.

Al caer la tarde se jugaba a la chaya en Cavancha: “Por la noche tanto en el paseo de Cavancha como en las plazas de la ciudad, se jugaba a la chaya. Los de mala índole mezclaban el papel picado multicolor con aserrín pintado y lo deslizaban por los escotes de las muchachas. Este singular confetti producía tal picazón que las afectadas, aparte de rascarse con frenesí, iniciaban movimientos de un orden casi pentecostal, concluyendo impotentes por regresar a sus casas para rascarse a gusto, tomar una ducha y cubrirse de polvos talcos”.

Retrata al Iquique de la crisis de los años 30. Dice: “En el barrio no queda ya nadie: algunos fallecieron, otros emigraron para la época de la crisis. Se crearon ollas del pobre y hasta gente amiga nuestra no tenía que comer” .

Carlos León pinta un Iquique que vive sólo en el territorio de la nostalgia. Leer a este escritor es encontrarse con el puerto del boom y de la crisis del salitre.

De la Plaza al Mall

La historia de Iquique puede ser vista también como la pérdida paulatina de los espacios públicos, orientados al desarrollo de la sociabilidad. La inexistencia de clubes sociales, sedes sociales, y sobre todo de lugares como plazas es sintomático de lo que afirmo. Es bien sabido que en estos lugares es donde se desarrolla una vida social que hace posible que los vínculos sociales se fortalezcan. La plaza por ejemplo, han perdido el sentido que hace unos cuarenta años atrás, tuvo.

La Plaza como un lugar por excelencia de la sociabilidad, nos remite a una ciudad, que se reencuentra a si misma, un espacio donde es posible reconocer y encontrar al prójimo, coordenadas de tiempo y espacio, en la que la gente, expresa su condición social y económica. La plaza, fue también el foro, donde se realizaban las concentraciones políticas, el sitio para el diálogo y la confrontación de ideas. Sin embargo, la condición clave para estar en ésta, es asumirse como ciudadano. Es decir, poseer derechos y deberes, y sobre todo una preocupación por los problemas públicos. En otra palabras, tener vocación política.

En el otro extremo, el Mall, es el nuevo espacio de la sociabilidad. Parece reemplazar a la plaza. Es, en palabra de Marc Auger un no lugar. Un sitio donde el anonimato es la clave, y en la que el uso que se le da, tiene que ver más que nada con el consumo. Nadie va a este lugar a preocuparse por la cuestión social. La motivación es otra. El Mall parece una ciudad en miniatura, en la que es posible encontrar de todo. Desde la farmacia, librería, restaurante, casa de discos, servicios higiénicos, etc.

La ocupación masiva del Mall expresa el descrédito en que ha caído la Plaza. En algunas poblaciones, la gente se opone a la creación de esta última, por el uso que se les da. En las noches, son habitadas por pandillas. Y esto sucede por algo que insinuamos: el desaparecimiento de instituciones como clubes deportivos, que operaban como controladores sociales de estos espacios.

El tránsito de la Plaza al Mall es también el paso de una sociedad moderna a una postmoderna. Si antes la plaza era el lugar del encuentro, ahora es el mall. Este último es, en alguna medida, la transfiguración de la Plaza. Entre ambos hay continuidades y rupturas. Sin embargo, el espíritu de la plaza no está presente. Y no lo está por lo mismo que el paso de la primera a la segunda, es el paso del ciudadano al consumidor.

Sin embargo, lo anterior, aún es posible resignificar y reutilizar esos espacios. Perdidas las plazas, ya sea por su escaso cuidado y por el cambio radical que se les hizo, es el caso de nuestra centenaria Plaza Prat, el mall aparece como el único lugar para el encuentro. El tema es pues, apropiarse de él. Comprar y preocuparse por las cuestiones públicas no tiene porque ser contradictorio.

Ciudad de Miradores

Iquique también podría ser definida como ciudad de miradores. Pero, lo será siempre y cuando la autoridad competente, invierta en la recuperación de los mismos. En el comienzo del 2001 tan lleno de deseos, pedir uno más, no constituye engaño.

La filosofía de los miradores radicó en que se conjugó como pocas veces es posible, la belleza con lo utilitario. Según dice el Dr. Ramsés Aguirre autor del texto fotográfico ”Los Miradores de Iquique” publicado en septiembre de 1983, “se construyeron para observar hacia el horizonte la llegada de buques, veleros y vapores que traían mercaderías para abastecer el puerto... “. Y agrega: “Cuando miraban al este, la vista se topaba con los cerros de la cordillera de la costa por los cuales descendía el tren de pasajeros y el convoy repleto de salitre; por último, tal vez fueron construidos para el solaz de sus dueños, que subirían a observar la ciudad, las puestas de sol, o tal vez, los incendios tan frecuentes y desastrosos hace 50 años”.

La estatura del mirador sobrepasaba la del promedio de las casas de dos pisos que en ese entonces habían en nuestra ciudad. Los incendios, las polillas y el desapego al patrimonio arquitectónico han hecho que muchos de ellos hayan desaparecidos. Sin embargo, el amor por nuestra historia ha hecho que algunas nuevas construcciones incorporen este elementos tan característico de nuestra identidad cultural. El edificio del Colegio Universitario (ex American College), el Banco de Santiago, el terminal del Tur-Bus entre otros así lo han hecho. Al de "Chile Deportes", falta le hace una “manito de gato”.

Hay un hecho que hay que destacar. Se nos ha hecho visible un mirador que creíamos condenado a morir. Me refiero al de calle Ramírez entre Bulnes y Orella. La casa que lo albergaba ha sido restaurada. El Mirador pintado de blanco e iluminado. La noche iquiqueña parece haber recuperado algo de su encanto de puerto del salitre.

Este mirador precisamente sirvió de portada para el libro que comentamos, y que según mi amigo Ramsés “fue construido para este efecto -ver la llegada de buques, veleros y vapores- por su dueño el Sr Rossi, que poseía el vapor “Nilda”; éste hacía viajes entre Arica e Iquique trayendo productos del agro, muy escasos en nuestra ciudad en ese entonces”.

La puesta en valor de este mirador, por manos privadas, y sin aspavientos merece reconocimientos y un estímulo por parte de las autoridades del rubro. Como bien escribe el poeta mayor Guillermo Ross-Murray en la publicación que comentamos: “Nadie los advierte/Nuestra desmemoria los empuja, desmorona/ Pero, ellos atalayan -todavía- cualquier escarceo/ sobre el horizonte”.

Los Miradores de Iquique son nuestro disco duro. En ellos, están depositadas todas nuestras miserias y grandezas, que son muchas. Su cuidado y su puesta en valor es una obligación histórica y ética. Los que quedan aún en pie, precisan de nuestras voluntades para otorgarle la dignidad que la memoria y la historia merecen.

El arte de Juan Cueto

En tiempos de la nostalgia, escuchar a Tormenta con su “Chico de mi barrio” significa traducir su narrativa a las coordenadas del tiempo y del espacio iquiqueño. La argentina, como muchos otros, se apoderaron del ancho del dial de las tres emisores AM que habían y desplegaban su románticas e ingenuas canciones. Eran los tiempos del “Murió la flor”, de las “Cartas Amarillas” de Nino Bravo, o de aquellas canciones que Juliano “El Extraño”, inmortalizara en uno de los primeros conciertos de rock en vivo, y en la escuela Nº 4, en los tiempos del “Chico” Vega.

Entonces usábamos pelo largo y pantalones “pata e elefante”, con agregado o no, que nuestro querido y mejor sastre de Iquique confeccionaba: Juan Cueto, un boliviano avecindado en el puerto y que de tanto vestir a la moda a los iquiqueños terminó siendo uno más de los nuestros.

Su precisión en el corte y confección en nada se igualaba a su impuntualidad para entregar las prendas. Pero, era tan buen modelador de nuestra vanidad que se lo perdonábamos todo, o casi todo. Nadie entendió porque no prosiguió en tan noble tarea.

Diestro en el dedal y en la tijera, Juan Cueto, era capaz de innovar en la moda de acuerdo a los pedidos del cliente. El, más que nunca entendió eso de que “el cliente siempre tiene la razón”. Con los alfileres en la boca, tiza en mano y el noble centímetro, cuadriculaba a la perfección, nuestra geografía adolescente.

La humildad de Cueto rayaba en la locura. Jamás ningún pantalón tuvo prendido en su pretina, el nombre de tan ilustre artesano. Pero, bastaba que las “pate e elefante” se desplegaran por el paseo dominical de la Plaza Prat, para que todo el mundo, o sea Iquique, entendiera que detrás de tanta perfección sastreana, estaba la mano del coterráneo de Gilberto Rojas.

Llegábamos con la tela bajo el brazo, y caminábamos las calles de tierra y a oscura por Latorre rumbo al cerro, y a mano izquierda en una casa de madera, Cueto disponía de sus propias fuerzas productivas (nostalgia por Marx): máquina Singer -me imaginó- y un gran arsenal de hilos marca “Cadenas”, botones y tizas para demarcar la tela. Una mesa, donde con paciencia andina, procedía a dar forma al metro cuarenta doble ancho, que debía transformarse, casi por arte de la alquimia, en un pantalón. Pero, insisto, no era una prenda cualquiera. Era el artefacto que nos conectaba con esa modernidad periférica de Iquique que bailaba con “Los Galos” y con “I pooh” ese tema tan azucarado que se llamaba “Pensiero”.

Juan Cueto era quien nos brindaba el pasaporte a la moda. Fue a su modo, nuestro Oscar de la Renta. Representó una especie de peldaño para llegar a Armani. Con Juan Cueto -usted lo ubica ahora el el Mercado Municipal, por Amunátegui- estuvimos en la cresta de la ola. Fuimos un poco Sandro, un poco Favio, y mucho Lalo Espejo.